Condoleezza Rice
El realismo estadounidense para un nuevo mundo
¿Qué es el interés nacional? Ésta es la pregunta que planteé en el año 2000 en Foreign Affairs. Era un momento que como nación llamamos, de manera reveladora, la “era de la Posguerra Fría”: sabíamos mejor de dónde veníamos que a dónde nos dirigíamos. Sin embargo, se estaban desarrollando enormes cambios; cambios que se reconocieron en su momento, pero cuyas implicaciones eran muy poco claras.
Entonces se asestaron los ataques del 11 de septiembre de 2001. Al igual que después del ataque a Pearl Harbor en 1941, Estados Unidos fue arrastrado a un mundo esencialmente diferente. Fuimos llamados a liderar con un nuevo sentido de urgencia y con una nueva perspectiva de lo que era una amenaza y de lo que podría surgir como una oportunidad. Y, al igual que con choques estratégicos previos, se pueden citar elementos de continuidad y cambio en nuestra política exterior a partir de los ataques del 11-S.
Lo que no ha cambiado es que nuestras relaciones con las grandes potencias tradicionales y emergentes aún son importantes para la exitosa conducían de la política. Así, mi advertencia del año 2000 de que debíamos intentar mejorar las “relaciones con las grandes potencias” —Rusia, China y potencias emergentes como India y Brasil— nos ha guiado de manera consistente. Como antes, nuestras alianzas en las Américas, Europa y Asia siguen siendo los pilares del orden internacional y ahora estamos transformándolas para enfrentarnos a los retos de una nueva era.
Lo que ha cambiado es, a muy grandes rasgos, la manera como vemos la relación entre la dinámica interna de los Estados y la distribución de poder entre ellos. Conforme la globalización fortalece a algunos países, también expone y exacerba las deficiencias de muchos otros, como los que son demasiado pobres o están mal gobernados como para poder resolver los problemas dentro de sus fronteras y evitar que éstos se esparzan y desestabilicen el orden internacional. En este escenario estratégico, es esencial para nuestra seguridad nacional que los Estados estén dispuestos y sean capaces de cumplir con todas sus responsabilidades soberanas, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Esta nueva realidad nos ha obligado a hacer importantes cambios en nuestra política. Reconocemos que la construcción de Estados democráticos es ahora un componente apremiante de nuestro interés nacional. En el Medio Oriente más amplio, reconocemos que la libertad y la democracia son únicamente ideas que, con el tiempo, pueden conducir a una estabilidad duradera y justa, especialmente en Afganistán e Iraq.
Como en el pasado, nuestra política no sólo ha sido respaldada por nuestra fuerza, sino también por nuestros valores. Estados Unidos ha tratado durante mucho tiempo de compaginar el poder y los principios, el realismo y el idealismo. En algunos momentos, ha habido tensiones de corta duración entre ellos, pero siempre hemos sabido dónde residen nuestros intereses de largo plazo. Por ende, Estados Unidos no ha sido neutral en lo que respecta a la importancia de los derechos humanos o a la superioridad de la democracia como forma de gobierno, tanto en la teoría como en la práctica. Este realismo propio únicamente de Estados Unidos nos ha guiado durante los últimos 8 años y debe continuar haciéndolo en el futuro.
Viejas y nuevas grandes potencias
Por necesidad, nuestras relaciones con Rusia y con China se han basado más en intereses comunes que en valores compartidos. Con Rusia, hemos encontrado afinidades, como lo prueba el “acuerdo marco estratégico” que el presidente George W. Bush y el Presidente de Rusia, Vladimir Putin, firmaron en Sochi en marzo de este año. Nuestra relación con Rusia ha sido puesta a prueba por la retórica de Moscú, por su tendencia a tratar a sus vecinos como “esferas de influencia” perdidas y por sus políticas energéticas con un claro tinte político. Además, el rumbo interno de Rusia ha sido fuente de gran decepción, en especial porque en el año 2000 esperábamos que se acercara más a nosotros en lo que respecta a los valores. Sin embargo, debemos recordar que Rusia no es la Unión Soviética. Rusia no es un enemigo permanente ni una amenaza estratégica. Actualmente, los rusos tienen más oportunidades y, por supuesto, mayor libertad personal que en cualquier otro momento de la historia de su país, pero ése no es el estándar contra el que los rusos desean ser comparados. Rusia no es sólo una gran potencia; también es el país y la cultura de un gran pueblo. Además, en el siglo XXI, la grandeza se mide cada vez más por el desarrollo tecnológico y económico que fluye naturalmente en las sociedades abiertas y libres. Por esa razón, el desarrollo total de Rusia y de nuestra relación con ella aún son inciertos conforme la transformación interna de ese país evoluciona.
Los últimos 8 años también nos han obligado a lidiar con la creciente influencia de China, algo a lo cual no tenemos razón para temer, siempre y cuando ese poder se utilice con responsabilidad. Le hemos señalado a Beijing que la participación plena de China en la comunidad internacional conlleva responsabilidades, ya sea en la conducción de su política económica y comercial, en su enfoque hacia la energía y el medio ambiente o en cuanto a sus políticas hacia el mundo en desarrollo. Los líderes de China están cada vez más conscientes de esto y están cambiando su posición, si bien lentamente, hacia un enfoque más cooperativo con respecto a diferentes problemas. Por ejemplo, en Darfur, después de años de respaldar abiertamente a Jartum, China avaló la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que autorizó el despliegue de una fuerza de paz híbrida de las Naciones Unidas y la Unión Africana, y envió un batallón de ingeniería con el fin de preparar el terreno para dicha fuerza de paz. China necesita hacer mucho más en situaciones como las de Birmania, Darfur y el Tíbet, pero mantenemos un diálogo activo y franco con los líderes de China acerca de estos desafíos.
Estados Unidos, junto con otros muchos países, sigue preocupado por el rápido desarrollo de sistemas de armas de alta tecnología en China. Entendemos que cuando los países se desarrollan, modernizan sus fuerzas armadas. Pero la falta de transparencia de China con respecto a su gasto y su doctrina militares, así como sus metas estratégicas, aumentan la desconfianza y la sospecha. Aunque Beijing ha acordado dar pasos graduales para incrementar los intercambios “ejército a ejército” entre Estados Unidos y China, es necesario que pase de la retórica de intenciones pacíficas a un compromiso real que permita tranquilizar a la comunidad internacional.
Nuestras relaciones con Rusia y con China son complejas y se caracterizan tanto por la competencia como por la cooperación. Pero de no haber relaciones viables con ambos Estados, las soluciones diplomáticas para muchos de los problemas internacionales serían difíciles de conseguir. El terrorismo trasnacional y la proliferación de armas de destrucción masiva, el cambio climático y la inestabilidad que surge de la pobreza y de la enfermedad, son peligros para todos los Estados exitosos, incluidos aquellos que en otros tiempos pudieran haber sido rivales violentos. Es responsabilidad de Estados Unidos encontrar áreas de cooperación y acuerdo estratégico con Rusia y con China, incluso si prevalecen diferencias significativas.
Obviamente, Rusia y China tienen una responsabilidad y un peso especiales como miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, al igual que nosotros, pero éste no ha sido el único foro en el que hemos trabajado juntos. Otro ejemplo ha surgido en el noreste de Asia con el marco para el diálogo de las seis partes. El problema nuclear norcoreano podría haber provocado un conflicto entre los Estados del noreste de Asia o el aislamiento de Estados Unidos, debido a los diversos e importantes intereses de China, Corea del Sur, Estados Unidos, Japón y Rusia. Por el contrario, se ha convertido en una oportunidad para la cooperación y la coordinación, mientras se mantienen los esfuerzos para lograr una desnuclearización verificable. Y cuando Corea del Norte probó un dispositivo nuclear el año pasado, las otras cinco partes ya habían establecido una coalición y se dirigieron rápidamente al Consejo de Seguridad para solicitar una resolución de Capítulo VII. Eso, a su vez, presionó considerablemente a Corea del Norte para volver a las conversaciones de las seis partes, y cerrar y comenzar a desactivar el reactor de Yongbyon. Las partes tienen la intención de institucionalizar estos hábitos de cooperación con el establecimiento de un Mecanismo de Paz y Seguridad para el Noreste Asiático, lo que sería un primer paso hacia un foro de seguridad en la región.
La importancia de mantener relaciones sólidas con los actores globales se extiende a aquellos que están surgiendo. Con ellos, especialmente con Brasil y con la India, Estados Unidos ha establecido lazos más profundos y amplios. La India se encuentra a la vanguardia de la globalización. Este país democrático promete convertirse en una potencia global y en un aliado para modelar un orden internacional basado en la libertad y el Estado de derecho. El éxito de Brasil, al utilizar la democracia y los mercados para hacer frente a siglos de una dañina desigualdad social, ha tenido resonancia en todo el mundo. Actualmente, Brasil y la India miran hacia el exterior como nunca antes, seguros de su capacidad de competir y de tener éxito en la economía global. En ambos países, los intereses nacionales se están redefiniendo a medida que los indios y los brasileños hacen realidad su participación directa en un orden internacional democrático, seguro y abierto, y comprenden las inmensas responsabilidades que deben asumir para fortalecerlo y para defenderlo de los principales retos trasnacionales de nuestra era. Tenemos un interés vital en el éxito y la prosperidad de éstas y otras grandes democracias multiétnicas de alcance global como Indonesia y Sudáfrica. Y mientras estas potencias emergentes cambian el escenario geopolítico, será importante que las instituciones también cambien para reflejar esta realidad. Por esa razón, el presidente Bush ha dejado en claro su apoyo a una ampliación razonable del Consejo de Seguridad de la ONU.
Valores compartidos y responsabilidad compartida
Sin importar qué tan significativas sean nuestras relaciones con Rusia y con China, el trabajo con nuestros aliados —aquéllos con los que compartimos valores— es lo que está transformando la política internacional; este trabajo presenta una oportunidad para aumentar el número de Estados democráticos bien gobernados y respetuosos de la ley en nuestro mundo, y para vencer a los que desafían esta aspiración de orden internacional. La cooperación con nuestros aliados democráticos, por ende, no debe juzgarse únicamente por la manera como nos relacionamos con los demás; debe evaluarse con base en el trabajo que realizamos juntos para derrotar al terrorismo y al extremismo, para enfrentarnos a los desafíos globales, para defender la dignidad y los derechos humanos, y para apoyar a las nuevas democracias.
En nuestro continente, esto ha significado fortalecer nuestros lazos con democracias estratégicas como Brasil, Canadá, Chile, Colombia y México, con el fin de promover el desarrollo democrático de nuestro hemisferio. Juntos, hemos apoyado a los Estados en dificultades, como Haití, para asegurar su transición hacia la democracia y la seguridad. Juntos, estamos defendiéndonos de los narcotraficantes, de las bandas de delincuentes y de los pocos autócratas que quedan en nuestro democrático hemisferio. La región aún se enfrenta a desafíos, incluida la próxima transición de Cuba y la necesidad de apoyar, sin lugar a dudas, el derecho del pueblo cubano a un futuro democrático. Ciertamente aún persisten en la región sospechas añejas sobre Estados Unidos. Pero hemos empezado a escribir una nueva narrativa que habla no sólo de desarrollo macroeconómico y de comercio, sino también de la necesidad de que los líderes democráticos emprendan la tarea de dar solución a los problemas de la justicia social y la desigualdad.
Creo que una de las historias más admirables de nuestro tiempo es la relación con nuestros aliados más antiguos. El objetivo de una Europa completa, libre y en paz casi se ha alcanzado. Estados Unidos celebra la existencia de una Europa fuerte, unida y coherente. No hay duda de que la Unión Europea (UE) ha sido un magnífico apoyo para la evolución democrática de Europa del Este después de la Guerra Fría. Esperemos que llegue el día en que Turquía ocupe su lugar en la UE.
La membresía en la UE y la pertenencia a la OTAN han sido lo suficientemente atractivas para hacer que los países emprendan las reformas necesarias y para que busquen la resolución pacífica de conflictos añejos con sus vecinos. Lo contrario también ha sido cierto: los nuevos miembros han transformado a estos dos pilares de la relación trasatlántica. Doce de los veintiocho miembros de la OTAN son antiguas “naciones cautivas”, países que alguna vez estuvieron en la esfera soviética. El efecto de su unión a la alianza se deja sentir en una renovada dedicación a la promoción y protección de la democracia. Ya sea con el envío de tropas a Afganistán o a Iraq o con la fiera defensa de la continuada expansión de la OTAN, estos Estados han aportado nueva energía y fervor a la alianza.
En años recientes, la misión y el propósito de la alianza también se han transformado. En efecto, muchos recordarán cuando la OTAN veía al mundo en dos partes: Europa y “fuera del área”, que era prácticamente el resto del mundo. Si alguien hubiera dicho en el año 2000 que la OTAN ahora estaría erradicando terroristas en Kandahar, entrenando fuerzas de seguridad en un Iraq libre, proporcionando apoyo vital para las fuerzas de paz en Darfur y desarrollando sistemas de defensa antimisiles, probablemente en colaboración con Rusia, ¿quién le hubiera creído? La constancia y resistencia de la alianza trasatlántica es una de las razones por las que creo que lord Palmerston se equivocó al decir que los países no tienen aliados permanentes. Estados Unidos sí tiene aliados permanentes: los países con los que tenemos valores en común.
La democratización también está aumentando en la región Asia-Pacífico. Esto está ampliando nuestro círculo de aliados y promoviendo los objetivos que compartimos. En efecto, aunque muchos suponen que el auge de China determinará el futuro de Asia, de igual modo —y quizás en un grado aún mayor— lo hará el surgimiento pleno de una comunidad cada vez más democrática de Estados asiáticos. Éste es el suceso geopolítico definitorio del siglo XXI, y Estados Unidos está justo en el centro. Disfrutamos de una sólida y democrática alianza con Australia, con Estados clave del Sudeste Asiático y con Japón, un gigante económico que está emergiendo como un Estado “normal”, capaz de trabajar para asegurar y difundir nuestros valores, tanto en Asia como en otros lugares. Corea del Sur también se ha convertido en un socio global cuya historia puede presumir de una inspiradora travesía de la pobreza y la dictadura a la democracia y la prosperidad. Finalmente, Estados Unidos tiene un interés vital en que la India alcance la prosperidad y la condición de potencia global, y las relaciones entre ambos países nunca han sido más sólidas o más amplias. Será necesario trabajar de manera continua, pero éste es un avance espectacular, tanto para nuestros valores como para nuestros intereses estratégicos.
Ahora también es posible hablar de aliados democráticos emergentes en África. Con demasiada frecuencia, se considera que África es solamente un problema humanitario o una zona de conflicto. Pero el continente ha experimentado exitosas transiciones a la democracia en varios Estados, entre ellos Ghana, Liberia, Mali y Mozambique. Nuestro gobierno ha trabajado para ayudar a los líderes democráticos de éstos y otros Estados a cubrir las necesidades de sus pueblos, principalmente con el combate al flagelo continental del VIH/sida, en un esfuerzo sin precedente de poder, imaginación y compasión. También hemos sido un socio activo en la resolución de conflictos: desde la conclusión del Acuerdo Integral de Paz, que puso fin a la guerra civil entre el norte y el sur de Sudán, hasta una participación activa en la región de los Grandes Lagos y la intervención de un pequeño contingente de fuerzas militares estadounidenses en coordinación con la Unión Africana para dar fin al conflicto en Liberia. Aunque, trágicamente, los conflictos en Darfur, Somalia y otros países continúan siendo violentos y siguen sin resolverse, vale la pena mencionar el avance considerable que los Estados africanos están haciendo en muchos frentes y el papel que Estados Unidos ha desempeñado al apoyar los esfuerzos africanos para solucionar los problemas más importantes del continente.
Un modelo democrático de desarrollo
A pesar de que la capacidad de Estados Unidos para influir sobre Estados fuertes es limitada, nuestra habilidad para mejorar el desarrollo político y económico pacífico de los Estados débiles y mal gobernados puede ser considerable. Debemos estar dispuestos a usar nuestro poder para este propósito, no sólo porque es necesario, sino también porque es lo correcto. Con demasiada frecuencia, la promoción de la democracia y del desarrollo se ven como objetivos independientes. De hecho, cada vez está más claro que las prácticas y las instituciones de la democracia son esenciales para la promoción de un desarrollo sostenido y generalizado, y que el desarrollo regido por el mercado es esencial para la consolidación de la democracia. El desarrollo democrático es un modelo político-económico unificado y ofrece la mezcla de estabilidad y flexibilidad más adecuada para que los Estados aprovechen las oportunidades que brinda la globalización y manejen los desafíos que ésta presenta. Para los que piensan de otra manera, ¿existe alguna alternativa real digna de Estados Unidos?
El desarrollo democrático no es únicamente un camino efectivo hacia la riqueza y el poder; también es la mejor manera de asegurar que estos beneficios se compartan con justicia entre todas las sociedades, sin exclusión, represión o violencia. Recientemente, fuimos testigos de esto en Kenia, donde la democracia permitió que la sociedad civil, la prensa y los líderes empresariales se unieran para insistir en una oferta política incluyente que evitara que el país se hundiera en la limpieza étnica y estableciera una base más amplia para la reconciliación nacional. En nuestro propio hemisferio, el desarrollo democrático ha permitido abrir a millones de personas marginadas de la sociedad los antiguos sistemas dominados por las élites. Estas personas están exigiendo los beneficios que otorga la ciudadanía que durante mucho tiempo les fueron negados y, debido a que lo están haciendo democráticamente, la historia real de nuestro hemisferio, desde 2001, es que nuestros vecinos no han renunciado a la democracia y al mercado abierto, sino que están ampliando el consenso de nuestra región para apoyar el desarrollo democrático, asegurándose de que éste conduzca a la justicia social para los ciudadanos más marginados.
El aparente desorden de la democracia ha provocado que algunos se pregunten si los Estados débiles se beneficiarían experimentando un período de capitalismo autoritario. Algunos países, en efecto, han tenido éxito con este modelo y su atractivo aumenta cuando la democracia tarda demasiado en dar resultados o no puede satisfacer las altas expectativas de tener una vida mejor. Sin embargo, por cada país que abraza el autoritarismo y logra crear riqueza, hay muchos, muchos más, que simplemente empeoran la pobreza, la inequidad y la corrupción. En el caso de los que están teniendo resultados económicos bastante buenos, vale la pena preguntarse si no les iría mucho mejor con un sistema más libre. En última instancia, queda abierta la pregunta de si el capitalismo autoritario es un modelo indefinidamente sostenible. ¿Es realmente posible, en el largo plazo, que los gobiernos respeten el talento de sus ciudadanos, pero no sus derechos? En lo personal, lo dudo.
Promover el desarrollo democrático debe seguir siendo una prioridad para Estados Unidos. Efectivamente, no existe una alternativa realista que podamos, o debamos, ofrecer para influir en la evolución pacífica de los Estados débiles y mal gobernados. La pregunta real no es si se debe seguir este derrotero, sino cómo hacerlo.
Primero, necesitamos reconocer que el desarrollo democrático siempre es posible, pero nunca es fácil ni rápido. Esto se debe a que la democracia es, en realidad, una compleja interacción de prácticas democráticas y cultura. En la experiencia de numerosas naciones, especialmente la nuestra, vemos que la cultura no es destino. Países de diferentes culturas, razas, religiones y niveles de desarrollo han abrazado la democracia y la han adaptado a sus propias circunstancias y tradiciones. Ningún factor cultural ha resultado ser aún obstáculo para la democracia: ni el “militarismo” alemán o japonés ni los “valores asiáticos” ni el “tribalismo” africano ni la supuesta afinidad de América Latina por los caudillos ni la multicitada preferencia de los europeos del Este por el despotismo.
La realidad es que pocos países inician el viaje hacia la democracia con una cultura democrática. La gran mayoría crea una con el paso del tiempo, mediante la lucha diaria y difícil por hacer buenas leyes, crear instituciones democráticas, tolerar las diferencias, resolverlas pacíficamente y compartir el poder con justicia. Desafortunadamente, es difícil desarrollar los hábitos de la democracia en el ambiente controlado del autoritarismo, para tenerlos a punto y en marcha cuando desaparezca la tiranía. Quizá el proceso de democratización sea poco ordenado y poco satisfactorio, pero es absolutamente necesario. La democracia, dicen algunos, no puede imponerse, y menos si es a manos de una potencia extranjera. Esto es cierto, pero ésa no es la cuestión. Es más probable que la tiranía tenga que imponerse.
La historia actual es rara vez una de pueblos que se resisten a los conceptos básicos de la democracia: el derecho a elegir a sus gobernantes y otras libertades básicas. Se trata, por el contrario, de pueblos que eligen líderes democráticos y que luego se impacientan con ellos y les recuerdan su responsabilidad de brindar una vida mejor para sus gobernados. Definitivamente, está en nuestro interés nacional ayudar a mantener a estos líderes, apoyar a las instituciones democráticas de sus países y asegurarnos de que sus nuevos gobiernos sean capaces de atender y mantener su propia seguridad, especialmente cuando sus países han sufrido conflictos devastadores. Para lograrlo se necesitará de la colaboración de largo plazo basada en la responsabilidad mutua y la integración de todos los elementos de nuestro poderío nacional: políticos, diplomáticos, económicos y, en ocasiones, militares. Recientemente, hemos establecido colaboraciones como ésta con muy buenos resultados en países tan diferentes como Colombia, Líbano y Liberia. Sin duda, hace 10 años, Colombia estaba al borde del fracaso; hoy, en parte debido a nuestra colaboración de largo plazo con sus valerosos líderes y ciudadanos, Colombia está surgiendo como un país normal, con instituciones democráticas que están defendiendo al país, gobernando con justicia, reduciendo la pobreza y contribuyendo a la seguridad internacional.
Debemos establecer colaboraciones de largo plazo con otras democracias nuevas y frágiles, especialmente con Afganistán. Los principios básicos de la democracia están arraigándose en este país después de casi tres décadas de tiranía, violencia y guerra. Por primera vez en su historia, los afganos tienen un gobierno del pueblo, elegido en comicios presidenciales y parlamentarios, y dirigido por una constitución que codifica los derechos de todos los ciudadanos. Los desafíos en Afganistán no surgen de un enemigo fuerte. Los talibanes ofrecen una visión política que muy pocos afganos aceptan. Ellos más bien explotan las actuales limitaciones del gobierno de ese país, al hacer uso de la violencia contra los civiles y de las ganancias obtenidas del tráfico ilegal de narcóticos para imponer su dominio. En los lugares donde el gobierno afgano, con el apoyo de la comunidad internacional, ha podido establecer una buena gobernanza y proveer oportunidades económicas, los talibanes se han retirado. Estados Unidos y la OTAN tienen un interés vital en apoyar el surgimiento de un Estado afgano efectivo y democrático que pueda derrotar a los talibanes y proporcionar “seguridad poblacional”, al cubrir las necesidades básicas de seguridad, servicios, Estado de derecho y mayores oportunidades económicas. Compartimos este objetivo con el pueblo afgano, que no quiere que partamos hasta que hayamos cumplido con nuestra misión. Podemos tener éxito en Afganistán, pero debemos estar preparados para mantener una colaboración con esa nueva democracia durante muchos años en el futuro.
Nuestra asistencia al exterior es una de la mejores herramientas para apoyar a los Estados en la construcción de instituciones democráticas y en el fortalecimiento de la sociedad civil, pero debemos usarla correctamente. Uno de los más grandes avances de los últimos 8 años ha sido la creación de un consenso bipartidista para un uso más estratégico de la asistencia al exterior. Hemos comenzado a transformar nuestra ayuda en un incentivo para que los Estados en desarrollo gobiernen de manera justa, promuevan la libertad económica e inviertan en su pueblo. Ésta es una gran innovación de la iniciativa Millenium Challenge Account. En términos más generales, ahora estamos alineando mejor nuestra asistencia internacional con los objetivos de nuestra política exterior, con el propósito de ayudar a los países en desarrollo a pasar de la guerra a la paz, de la pobreza a la prosperidad, del mal gobierno a la democracia y al Estado de derecho. Al mismo tiempo, hemos iniciado esfuerzos históricos para ayudar a eliminar obstáculos para el desarrollo democrático: perdonando viejas deudas, alimentando a los hambrientos, ampliando el acceso a la educación y luchando contra las pandemias como la malaria y el VIH/sida. Detrás de todos estos esfuerzos se encuentra la extraordinaria generosidad del pueblo estadounidense, que desde 2001 ha ayudado a triplicar prácticamente la ayuda oficial al desarrollo de Estados Unidos en todo el mundo, duplicándola para América Latina y cuadruplicándola para África.
Finalmente, una de las mejores maneras de apoyar el crecimiento de las instituciones democráticas y de la sociedad civil es ampliar el comercio libre y justo, así como la inversión. El proceso mismo de establecer un acuerdo comercial o un tratado bilateral de inversión ayuda a acelerar y a consolidar el desarrollo democrático. Las instituciones políticas y legales que pueden hacer cumplir los derechos de propiedad podrán proteger mejor los derechos humanos y el Estado de derecho. Los tribunales independientes, que pueden resolver las controversias comerciales, pueden solucionar de mejor manera las disputas civiles y políticas. La transparencia necesaria para luchar contra la corrupción corporativa hace que sea más difícil que la corrupción política pase inadvertida y no se castigue. Una creciente clase media también crea nuevos centros de poder social para los movimientos y los partidos políticos. Actualmente, el comercio es una cuestión controvertida en nuestro país, pero no debemos olvidar que es esencial no sólo para mantener la salud de nuestra economía interna, sino también para el éxito de nuestra política exterior.
Siempre habrá necesidades humanitarias, pero nuestro objetivo debe ser utilizar de forma conjunta las herramientas de asistencia al exterior, de cooperación en seguridad y de comercio para ayudar a los países a avanzar hacia la autosuficiencia. Debemos insistir en que estas herramientas se utilicen para promover el desarrollo democrático. Está en nuestro interés nacional hacerlo.
El cambiante Medio Oriente
¿Qué decir sobre el Medio Oriente más amplio, el arco de países que se extiende desde Marruecos hasta Pakistán? La estrategia del gobierno de Bush para esta región ha sido la desviación más extrema de su política previa. Pero nuestra estrategia es, en realidad, una extensión de los cánones tradicionales: incorpora los derechos humanos y la promoción del desarrollo democrático a una política que tenía la intención de promover nuestro interés nacional. Lo que se aparta de lo ordinario es que el Medio Oriente fuera tratado como una excepción durante tantas décadas. La política estadounidense en esa región se centraba prácticamente sólo en la estabilidad. Había poco diálogo, por supuesto no público, sobre la necesidad del cambio democrático.
Durante seis décadas, bajo gobiernos demócratas y republicanos, un acuerdo básico definió la participación de Estados Unidos en el Medio Oriente más amplio: apoyábamos a los regímenes autoritarios y ellos apoyaban nuestro interés compartido en la estabilidad regional. Después del 11-S, se hizo cada vez más claro que este viejo acuerdo había producido una falsa estabilidad. Prácticamente no había canales legítimos para la expresión política en la región. Pero esto no significa que no hubiera actividad política; la había, pero en madrazas y mezquitas radicales. No es de extrañar que las fuerzas políticas mejor organizadas fueran los grupos extremistas. Y fue ahí, en las sombras, en donde al Qaeda encontró espíritus perturbados para hacer presa de ellos y utilizarlos como soldados de su guerra milenaria contra el “enemigo lejano”.
Una respuesta habría sido luchar contra los terroristas sin tratar esta causa subyacente. Quizá hubiera sido posible manejar estas tensiones reprimidas durante un tiempo. Sin duda, la búsqueda de la justicia y de un nuevo equilibrio como en la que se han embarcado los países del Medio Oriente más amplio es muy turbulenta. Pero ¿realmente es peor que la situación anterior? ¿Peor que lo que sufrió el Líbano bajo la opresión de la ocupación militar siria? ¿Peor que cuando los autoproclamados dirigentes palestinos se embolsaron la generosidad del mundo y desaprovecharon su mejor oportunidad de una paz de dos Estados? ¿Peor que cuando la comunidad internacional impuso sanciones sobre los inocentes iraquíes para castigar al hombre que los tiranizó, que amenazó a sus vecinos y que arrastró a 300 000 seres humanos a fosas comunes masivas? ¿O peor que las décadas de opresión y negación de oportunidades que engendraron desesperanza, alentaron el odio y condujeron al tipo de radicalización que dio pie a la ideología que produjo los ataques del 11-S? Lejos de ser el modelo de estabilidad que algunos parecen recordar, el Medio Oriente fue devastado desde 1945 por repetidos conflictos civiles y guerras transfronterizas. Nuestro rumbo actual sin duda es difícil, pero no idealicemos los viejos acuerdos del Medio Oriente, ya que no produjeron justicia ni estabilidad.
El segundo discurso de toma de posesión del Presidente y el discurso que pronuncié en la American University de El Cairo en junio de 2005 han sido considerados declaraciones retóricas que se han desvanecido ante las duras realidades. Nadie podría argumentar que el objetivo de democratización y modernización del Medio Oriente más amplio carece de ambición, y los que lo apoyamos reconocemos plenamente que será una tarea difícil y que llevará varias generaciones. Ningún acontecimiento por sí solo, y por supuesto ningún discurso, hará que se haga realidad; pero si Estados Unidos no establece este objetivo, nadie lo hará.
Esta meta se complica mucho más por el hecho de que el futuro del Medio Oriente está ligado a muchos de nuestros otros intereses vitales: la seguridad energética, la no proliferación, la defensa de amigos y aliados, la solución de antiguos conflictos y, sobre todo, la necesidad de contar en el corto plazo con socios para la lucha global contra el extremismo islamista violento. Declarar, sin embargo, que debemos promover nuestros intereses de seguridad o bien nuestros ideales democráticos es presentar una disyuntiva falsa. Es cierto, nuestros intereses e ideales algunas veces entran en conflicto en el corto plazo. Estados Unidos no es una ONG y debe equilibrar innumerables factores en su relación con todos los países. Pero, en el largo plazo, nuestra seguridad está mejor garantizada por el éxito de nuestros ideales: libertad, derechos humanos, mercados abiertos, democracia y Estado de derecho.
Los líderes y ciudadanos del Medio Oriente más amplio ahora están buscando respuesta a las preguntas fundamentales de la creación del Estado moderno: ¿cuáles deben ser los límites del uso estatal del poder, tanto dentro como fuera de sus fronteras? ¿Cuál será el papel del Estado en la vida de sus ciudadanos y la relación entre la religión y la política? ¿Cómo se reconciliarán los valores y las convenciones tradicionales con la promesa democrática de libertad y derechos individuales, especialmente para las mujeres y las niñas? ¿Cómo se dará cabida a la diversidad religiosa y étnica en las frágiles instituciones políticas cuando la gente tiende a aferrarse a las asociaciones tradicionales? La respuesta a éstas y otras preguntas sólo puede provenir del Medio Oriente mismo. Nuestra tarea es apoyar y moldear estos difíciles procesos de cambio, y ayudar a los países de la región a superar varios de los principales obstáculos para que surjan como Estados modernos y democráticos.
El primer desafío es la ideología global del extremismo islamista violento, representado por grupos como al Qaeda, que rechazan totalmente los principios básicos de la política moderna, pues buscan acabar con Estados soberanos, borrar fronteras nacionales y restaurar la estructura imperial del antiguo califato. Para resistir esta amenaza, Estados Unidos necesitará tener amigos y aliados en la región que estén dispuestos y sean capaces de iniciar acciones contra los terroristas que se encuentran entre ellos. Finalmente, sin embargo, es más que un simple enfrentamiento armado: es una contienda de ideas. La teoría de la victoria de al Qaeda es secuestrar las insatisfacciones locales y nacionales legítimas de las sociedades musulmanas e insertarlas en una narrativa ideológica de lucha incesante contra la opresión de Occidente, en especial de Estados Unidos. La buena noticia es que la ideología intolerante de al Qaeda sólo puede imponerse mediante la brutalidad y la violencia. Cuando la gente tiene la libertad de elegir, como lo hemos visto en Afganistán, Pakistán y en la provincia de Anbar, en Iraq, rechaza la ideología de al Qaeda y se rebela ante su control. Nuestra teoría de la victoria, por lo tanto, debe ser ofrecer a la gente un camino democrático para promover sus intereses de manera pacífica, para desarrollar sus talentos, para enmendar injusticias y para vivir digna y libremente. En este sentido, la lucha contra el terrorismo es un tipo de contrainsurgencia global: el centro de gravedad no son los enemigos contra los que luchamos, sino las sociedades a las que están tratando de radicalizar.
Ciertamente, nuestro interés en la promoción del desarrollo democrático y en la lucha contra el terrorismo y el extremismo nos ha obligado a tomar decisiones difíciles, porque en este momento necesitamos amigos capaces, que puedan desarraigar a los terroristas del Medio Oriente más amplio. Estos Estados con frecuencia no son democráticos, así que debemos equilibrar las tensiones entre nuestras metas de corto y de largo plazo. No podemos negarles a estos Estados no democráticos la asistencia en materia de seguridad para luchar contra el terrorismo o para defenderse. Al mismo tiempo, debemos usar otros puntos de influencia para promover la democracia y pedir cuentas a nuestros amigos. Eso significa apoyar a la sociedad civil, como lo hemos hecho a través del Foro para el Futuro y de la Iniciativa de Cooperación con el Medio Oriente, y con el uso de la diplomacia pública y privada para presionar a nuestros socios no democráticos para que se reformen. Los cambios se están presentando lentamente en términos de sufragio universal, de parlamentos más influyentes y de educación para las niñas y las mujeres. Debemos continuar abogando por la reforma y el apoyo a los agentes locales del cambio en los países no democráticos, incluso mientras cooperamos con sus gobiernos en cuestiones de seguridad.
Un ejemplo de la manera como nuestro gobierno ha equilibrado estas inquietudes es nuestra relación con Pakistán. Después de años de abandono de esa relación por parte de Estados Unidos, nuestro gobierno tuvo que establecer una alianza con el gobierno militar de Pakistán para alcanzar un objetivo común después del 11-S; lo hicimos a sabiendas de que nuestra seguridad y la de Pakistán requerían en última instancia el retorno a un gobierno civil y democrático. Así que, mientras trabajábamos con el presidente Pervez Musharraf para luchar contra los terroristas y los extremistas, invertíamos más de 3 000 millones de dólares para fortalecer a la sociedad pakistaní: con la construcción de escuelas y clínicas, con ayuda de emergencia después del terremoto de 2005 y con nuestro respaldo a los partidos políticos y al Estado de derecho. Urgimos a los líderes militares de Pakistán a que pusieran a su país en una trayectoria moderna y moderada, lo cual hicieron en algunos aspectos importantes; y cuando este progreso se vio amenazado el año pasado por la declaración de estado de emergencia, presionamos al presidente Musharraf para que se quitara el uniforme y convocara a elecciones libres. Aunque los terroristas trataron de obstaculizar el retorno de la democracia y mataron a mucha gente inocente, incluida la ex primera ministra Benazir Bhutto, el pueblo pakistaní le asestó una derrota aplastante al extremismo en las urnas. Esta restauración de la democracia en Pakistán crea una oportunidad para que construyamos una colaboración duradera y amplia que nunca antes habíamos tenido con ese país, lo que fortalece, por ende, nuestra seguridad y ancla el éxito de nuestros valores en una región conflictiva.
Un segundo desafío para el surgimiento de un Medio Oriente más estable son los Estados agresivos que no pretenden reformar de manera pacífica el actual orden de la región, sino alterarlo, con el uso de cualquier forma de violencia: asesinatos, intimidación, terrorismo. La pregunta no es si algún Estado en particular debe tener influencia en la región; todos la tienen y la tendrán. La verdadera pregunta es qué tipo de influencia ejercerán estos Estados y con qué fines, constructivos o destructivos. Ésta es la pregunta fundamental que aún no tiene respuesta y que se encuentra en el centro de muchos de los desafíos geopolíticos que presenta el Medio Oriente en la actualidad, ya sea el de Siria que socava la soberanía de Líbano, el de Irán en búsqueda de capacidad nuclear o el del apoyo de ambos al terrorismo.
Irán representa un desafío particular. El régimen iraní aplica sus políticas destructivas, tanto mediante instrumentos de Estado (las Guardias Revolucionarias y la Fuerza al Quds), como mediante agentes no estatales que extienden el poder iraní (los elementos del ejército Mahdi en Iraq, Hamás en Gaza y Hezbolá en Líbano y en todo el mundo). El régimen iraní trata de subvertir a los Estados y extender su influencia en el Golfo Pérsico y en el Medio Oriente más amplio. Amenaza al Estado de Israel con la extinción y muestra una hostilidad implacable hacia Estados Unidos. Además, está desestabilizando a Iraq, poniendo en peligro a las fuerzas estadounidenses y matando a iraquíes inocentes. Estados Unidos está respondiendo a estas provocaciones. Sin duda, un Irán con armas nucleares o incluso con la tecnología para construirlas cuando las necesite sería una grave amenaza para la paz y la seguridad internacionales.
Pero también hay otro Irán. Es la tierra de una gran cultura y de un gran pueblo que sufre por la represión. El pueblo iraní merece ser parte del sistema internacional, viajar libremente y formarse en las mejores universidades. De hecho, Estados Unidos se ha acercado a ellos con intercambios de equipos deportivos, trabajadores de socorro y artistas. En muchos aspectos, el pueblo iraní tiene una buena disposición hacia los estadounidenses y hacia Estados Unidos. Nuestra relación podría ser diferente. Si el gobierno iraní cumple las demandas del Consejo de Seguridad de la ONU y suspende el enriquecimiento de uranio y las actividades relacionadas, la comunidad internacional, incluido Estados Unidos, está preparada para hablar abiertamente sobre todos los asuntos que se discuten. Estados Unidos no tiene enemigos permanentes.
A la larga, las muchas amenazas que representa Irán deben analizarse en un marco más amplio: el de un Estado que está esencialmente fuera de sintonía con las normas y valores de la comunidad internacional. Irán debe tomar una decisión estratégica —decisión que hemos intentado aclarar con nuestro enfoque— sobre cómo y con qué fines ejercerá su poder y su influencia. ¿Desea continuar obstaculizando las exigencias legítimas del mundo, promoviendo sus intereses mediante la violencia e incrementando el aislamiento de su pueblo? ¿O está abierto a una mejor relación, una de mayor comercio e intercambio, mayor integración y cooperación pacífica con sus vecinos y con el resto de la comunidad internacional? Teherán debe saber que los cambios en su comportamiento producirán cambios en el nuestro. Pero Irán también debe saber que Estados Unidos defenderá vigorosamente a sus amigos y sus intereses hasta el momento en que dicho cambio se produzca.
Un tercer desafío consiste en encontrar la forma de resolver conflictos de larga data, especialmente el que enfrenta a israelíes y palestinos. Nuestro gobierno ha hecho de la idea del desarrollo democrático el centro de nuestro enfoque sobre este conflicto, porque hemos llegado a creer que los israelíes no tendrán la seguridad que merecen en su Estado judío y los palestinos no alcanzarán la vida que les corresponde en un Estado propio hasta que no haya un gobierno palestino capaz de ejercer sus responsabilidades soberanas, tanto con sus ciudadanos como con sus vecinos. A la postre, se deberá crear un Estado palestino que pueda vivir al lado de Israel en paz y con seguridad. Este Estado nacerá no sólo mediante negociaciones para resolver los difíciles problemas relacionados con las fronteras, los refugiados y el estatus de Jerusalén, sino también mediante un azaroso esfuerzo por crear instituciones democráticas eficaces que puedan luchar contra el terrorismo y el extremismo, imponer el Estado de derecho, combatir la corrupción y crear oportunidades para que los palestinos mejoren su vida. Esto confiere responsabilidades para ambas partes.
Como lo ha demostrado la experiencia de años recientes, existe una discordia fundamental en el corazón de la sociedad palestina, entre los que rechazan la violencia y reconocen el derecho de Israel a existir y los que no lo aceptan. A la larga, el pueblo palestino deberá tomar una decisión sobre el futuro que desea, y sólo la democracia le da esa opción y deja abierta la posibilidad de una vía pacífica para resolver la cuestión existencial que se encuentra en el centro de su vida nacional. Estados Unidos, Israel, otros Estados de la región y la comunidad internacional deben hacer todo lo posible para apoyar a los palestinos que opten por un futuro de paz y avenencia. Cuando la solución de dos Estados se haga realidad, será debido a la democracia y no a pesar de ella.
Éste es, en efecto, un punto de vista controvertido, y plantea un desafío más que debe resolverse si deseamos que haya Estados democráticos y modernos en el Medio Oriente más amplio: cómo lidiar con los grupos no estatales cuyo compromiso con la democracia, la no violencia y el Estado de derecho es sospechoso. Debido a la larga historia de autoritarismo en la región, muchos de los partidos políticos mejor organizados son islamistas y algunos de ellos no han renunciado a poner la violencia al servicio de sus objetivos políticos. ¿Cuál debe ser su papel en el proceso de la democracia? ¿Tomarán el poder democráticamente sólo para subvertir el proceso mismo que los llevó a la victoria? ¿Las elecciones en el Medio Oriente más amplio son, por ende, peligrosas?
Estas preguntas no son fáciles de responder. Cuando Hamás ganó las elecciones en los territorios palestinos, en general esto se consideró como un fracaso de la política. Pero aunque esta victoria ciertamente complicó los asuntos en el Medio Oriente más amplio, por otro lado ayudó a aclarar las cosas. Hamás tenía un poder significativo antes de las elecciones, principalmente el poder de destruir. Después de las elecciones, Hamás también tuvo que enfrentarse por primera vez a la necesidad de rendir cuentas sobre la manera como usaba el poder. Esto ha permitido que el pueblo palestino y la comunidad internacional le asignen a Hamás los mismos estándares básicos de responsabilidad a los que todos los gobiernos deben someterse. Mediante su continua falta de voluntad para comportarse como un régimen responsable, en lugar de como un movimiento violento, Hamás ha demostrado que es absolutamente incapaz de gobernar.
Se ha puesto mucha atención en Gaza, a la cual Hamás mantiene como rehén de sus brutales e incompetentes políticas. Pero, en otros lugares, los palestinos le han pedido cuentas a Hamás. En Qalqiya, una ciudad de Cisjordania, por ejemplo, donde Hamás fue elegido en 2004, los palestinos frustrados y fastidiados no le permitieron continuar en el poder en las siguientes elecciones. Si se consigue que haya una alternativa legítima, eficaz y democrática a Hamás (algo que al Fatah aún no es), la gente probablemente votará por ella. Esto sería especialmente cierto si los palestinos pudieran vivir una vida normal dentro de su propio Estado.
La participación de grupos armados en las elecciones es problemática. Pero la lección no es que no debería haber elecciones, sino que debería haber normas, como las que la comunidad internacional le ha aplicado a Hamás a posteriori: puede ser un grupo terrorista o puede ser un partido político, pero no puede ser ambas cosas. A pesar de lo difícil de este problema, no es posible que se le niegue a la gente el derecho al voto sólo porque el resultado podría desagradarnos. Aunque no podemos saber si la política finalmente desradicalizará a los grupos violentos, sabemos que excluirlos del proceso político les da poder sin responsabilidad. Éste es otro de los desafíos que los líderes y los pueblos del Medio Oriente más amplio deben resolver conforme la región recurre a los procesos e instituciones democráticos para la resolución pacífica y sin represión de las diferencias.
La transformación de Iraq
Después, por supuesto, está Iraq, que es quizá la prueba más difícil del principio de que la democracia puede superar profundas divisiones y diferencias. Debido a que Iraq es un microcosmos de la región, con sus estratos de diversidad étnica y sectaria, la lucha del pueblo iraquí por construir una democracia después de la caída de Saddam Hussein está cambiando el panorama no sólo de Iraq, sino también del Medio Oriente más amplio.
El costo que tiene esta guerra para los estadounidenses y los iraquíes, en vidas humanas y fondos, ha sido mayor de lo que jamás hubiéramos imaginado. Esta historia aún se está escribiendo y seguirá escribiéndose durante muchos años. Las sanciones y las inspecciones de armamento, la inteligencia y la diplomacia previas a la guerra, el número de tropas y la planeación de la posguerra, todos son temas importantes que los historiadores analizarán durante décadas. Pero la cuestión fundamental que podemos plantear y discutir ahora es si destituir a Hussein fue la decisión correcta. Yo sigo creyendo que lo fue.
Después de haber peleado una guerra contra Hussein y luego continuar en un estado formal de hostilidades con él durante más de una década, nuestra política de contención comenzó a erosionarse. La comunidad internacional estaba perdiendo la voluntad para hacer cumplir la contención, y el gobernante de Iraq estaba volviéndose cada vez más hábil para aprovecharla a través de programas como “petróleo por alimentos”; de hecho, fue más hábil de lo que creíamos en ese entonces. El fracaso de la contención se hacía cada vez más evidente en las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU que se aprobaron para luego violarlas, en nuestros enfrentamientos regulares en las zonas de prohibición de vuelo y en la decisión del presidente Bill Clinton de lanzar ataques aéreos en 1998, para posteriormente unirse al Congreso con el fin de hacer del “cambio de régimen” la política oficial de nuestro gobierno en Iraq. Si Hussein no era una amenaza, ¿por qué la comunidad internacional mantuvo al pueblo iraquí bajo las sanciones más brutales de la historia moderna? De hecho, como lo demostró el Grupo de Estudios sobre Iraq, Hussein estaba listo y dispuesto a reconstituir sus programas de producción de armas de destrucción masiva tan pronto como la presión internacional se relajara.
Estados Unidos no derrocó a Hussein para democratizar al Medio Oriente; lo hizo para eliminar a una antigua amenaza a la seguridad internacional. Sin embargo, el gobierno tenía presente el objetivo de democratización después de la liberación, y se analizó la cuestión de si nos sentiríamos satisfechos con el fin del gobierno de Hussein y la llegada al poder de otro dictador como reemplazo. La respuesta fue que no y, por ende, admitimos abiertamente que tratar de apoyar a los iraquíes a construir un Iraq democrático fue la política de Estados Unidos desde el inicio. Es importante recordar que tampoco derrocamos a Adolf Hitler para llevar la democracia a Alemania. Pero Estados Unidos creía que sólo una Alemania democrática podría sustentar, a la larga, una paz duradera en Europa.
La democratización de Iraq y del Medio Oriente están, por lo tanto, vinculadas. De igual modo, la guerra contra el terror también está ligada a Iraq, porque nuestro objetivo después del 11-S fue enfrentarnos a las malignidades más arraigadas del Medio Oriente, no sólo a sus síntomas. Es muy difícil imaginar cómo podría haber surgido un Medio Oriente más justo y democrático si Hussein siguiera en el centro de la región.
Nuestro esfuerzo en Iraq ha sido extremadamente arduo. Iraq era un Estado fracturado y una sociedad herida bajo el yugo de Hussein. Hemos cometido errores: eso es innegable. La multitud de agravios largamente contenidos que se pusieron al descubierto ha desafiado a las jóvenes y frágiles instituciones democráticas, pero no hay otra vía razonable y pacífica para la reconciliación de los iraquíes.
Mientras Iraq emerge de sus dificultades, el efecto de su transformación se deja sentir en el resto de la región. A la postre, los Estados del Medio Oriente necesitan reformarse, pero también necesitan reformar las relaciones entre ellos. En el Medio Oriente más amplio se está desarrollando una realineación estratégica, que separa a aquellos Estados que son responsables y aceptan que el momento de la violencia bajo la consigna de “resistencia” ha terminado de los que continúan avivando el extremismo, el terrorismo y el caos. Los esfuerzos de Arabia Saudita, Egipto, Jordania y los Estados del Golfo Pérsico se han centrado en apoyar a los palestinos moderados y a una solución de dos Estados para el conflicto entre Israel y Palestina, así como a los líderes y ciudadanos democráticos de Líbano. Estos países deben darse cuenta de que un Iraq democrático puede ser un aliado para resistirse al extremismo en la región. Cuando invitaron a Iraq a unirse a los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo+2 (Egipto y Jordania), dieron un importante paso en esa dirección.
Al mismo tiempo, estos países esperan que Estados Unidos siga participando intensamente en su conflictiva región, y que contrarreste y desaliente las amenazas de Irán. Estados Unidos ahora dejar caer el peso de sus esfuerzos prácticamente en el centro del Medio Oriente más amplio. Nuestra colaboración continua con Afganistán e Iraq, con la que debemos seguir muy comprometidos, nuestras nuevas relaciones en Asia Central y nuestra perdurable colaboración en el Golfo Pérsico proporcionan una sólida base geoestratégica para el trabajo generacional que se avecina de ayudar a crear un Medio Oriente mejor, más democrático y más próspero.
Un realismo propio únicamente de Estados Unidos
Invertir en potencias emergentes y fuertes como partes interesadas en el orden internacional y apoyar el desarrollo democrático de Estados débiles y mal gobernados son objetivos generales de la política exterior estadounidense que, en efecto, son ambiciosos y plantean una pregunta obvia: ¿Estados Unidos está a la altura del desafío o, como algunos temen y afirman en estos días, Estados Unidos es un país en decadencia?
Debemos confiar en que la base del poderío de Estados Unidos es y seguirá siendo fuerte, ya que su origen está en el dinamismo, el vigor y la resistencia de la sociedad estadounidense. Estados Unidos aún posee la capacidad única de incorporar nuevos ciudadanos de cualquier raza, religión y cultura al tejido de la vida nacional y económica. Los mismos valores que llevan al éxito en Estados Unidos, también llevan al éxito en el mundo: perseverancia, innovación, espíritu empresarial. Todos estos hábitos positivos, y otros más, se refuerzan en nuestro sistema educativo, que encabeza al mundo al enseñar a los niños no lo que deben pensar, sino cómo pensar: cómo plantear los problemas de manera crítica y cómo resolverlos de manera creativa.
En efecto, uno de los desafíos del interés nacional es asegurarnos de que podemos proporcionar educación de calidad para todos, en especial para los niños marginados. El ideal estadounidense es uno de igualdad de oportunidades, no de igualdad de resultados. Este ideal es lo que mantiene unida a nuestra democracia multiétnica. Si alguna vez dejamos de creer que lo importante es a dónde se dirige uno y no de dónde proviene, entonces ciertamente perderemos confianza. Un Estados Unidos inseguro no puede ser líder. Nos encerraremos, veremos la competencia económica, el comercio exterior, la inversión y el complicado mundo allende nuestras costas no como desafíos que nuestro país puede superar, sino como amenazas que debemos evitar. Por esa razón, el acceso a la educación es esencial para el tema de la seguridad nacional.
También debemos confiar en que los cimientos del poder económico de Estados Unidos son sólidos y seguirán siéndolo. Incluso en medio de turbulencias financieras y crisis internacionales, la economía de Estados Unidos ha crecido más y con mayor rapidez desde 2001 que la economía de cualquier otro país industrializado. Estados Unidos continúa siendo, sin lugar a dudas, el motor del crecimiento económico global. Para seguir siéndolo, debemos encontrar fuentes de energía nuevas, más confiables y ecológicas. Las industrias del futuro están en el campo de la alta tecnología (incluido el de la energía limpia), en el que nuestro país ha sido líder durante años y en el que seguimos estando a la vanguardia en el mundo. Es verdad que otros países están experimentando un extraordinario y bienvenido crecimiento económico, pero Estados Unidos probablemente representará la mayor parte del PIB global durante las décadas venideras.
Incluso en nuestras instituciones gubernamentales de seguridad nacional, los cimientos del poderío estadounidense son más sólidos de lo que muchos suponen. A pesar de luchar en dos guerras y defendernos en un nuevo conflicto global, el gasto actual en defensa de Estados Unidos como porcentaje del PIB aún está muy por debajo del promedio durante la Guerra Fría. Las guerras en Afganistán e Iraq, en efecto, han ejercido una enorme presión sobre nuestro ejército, y el presidente Bush ha propuesto al Congreso una ampliación de nuestras fuerzas con 65 000 soldados y 27 000 infantes de marina. La experiencia de los últimos años ha puesto a prueba a nuestras fuerzas armadas, pero también ha preparado a una nueva generación de líderes militares para misiones de estabilización y contrainsurgencia, problemas que quizá serán más frecuentes en el futuro. Esta experiencia también ha reforzado la urgente necesidad de un nuevo tipo de colaboración entre nuestras instituciones militares y civiles. La necesidad es la madre de la invención, y los equipos provinciales de reconstrucción que hemos desplegado en Afganistán e Iraq son un modelo de cooperación cívico-militar para el futuro.
En el año 2000, en Foreign Affairs, critiqué el papel de Estados Unidos, particularmente el del Ejército estadounidense, en la construcción de Estados. En 2008, queda absolutamente claro que participaremos en la construcción de Estados durante muchos años. Pero no debe ser el Ejército de Estados Unidos el que tenga que hacerlo. Tampoco debe ser una misión que debamos asumir sólo cuando los Estados fracasan. Más bien, las instituciones civiles, como el nuevo Cuerpo Civil de Respuesta, deben guiar a los diplomáticos y a los trabajadores de desarrollo en una estrategia para hacer frente a nuestros desafíos de seguridad nacional en la que participe todo el gobierno. En primer lugar, debemos ayudar a los Estados débiles y que funcionan mal a fortalecerse y a reformarse para, así, prevenir su fracaso. Lo anterior requerirá la transformación y mejor integración de las instituciones de poder duro y poder blando de Estados Unidos, una tarea difícil y que nuestro gobierno ya ha iniciado. Desde 2001, el Presidente ha solicitado y el Congreso ha aprobado un incremento de alrededor del 54% para el financiamiento de nuestras instituciones diplomáticas y de desarrollo. Este año, el Presidente y yo solicitamos al Congreso que creara 1 100 nuevas plazas para el Departamento de Estado y 300 nuevas plazas para la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional. Los que vengan después de nosotros deben aprovechar esta base.
Quizá la principal preocupación no es que Estados Unidos no tenga capacidad de liderazgo global, sino que le falte voluntad. Los estadounidenses debemos participar en la política exterior porque lo tenemos que hacer y no porque lo deseemos: ésa es una actitud saludable; es la actitud de una república, no la de un imperio. En los últimos 8 años ha habido momentos en los que hemos tenido que hacer cosas nuevas y difíciles, cosas que, en ocasiones, han puesto a prueba la determinación y la paciencia del pueblo estadounidense. Nuestras acciones no siempre han sido populares o incluso comprendidas cabalmente. Las exigencias del 12 de septiembre de 2001 y de los días posteriores quizá ahora parezcan muy lejanas, pero las acciones de Estados Unidos estarán motivadas durante muchos, muchos años, por la seguridad de que estamos en una lucha desigual: necesitamos acertar siempre; los terroristas, sólo una vez. Sin embargo, me parece que a pesar de las diferencias que nosotros y nuestros aliados hemos tenido durante los últimos 8 años, ellos aún desean un Estados Unidos comprometido y seguro de sí mismo, porque hay pocos problemas en el mundo que puedan resolverse sin nosotros. También debemos aceptar eso.
A la postre, sin embargo, lo que será más determinante para saber si Estados Unidos puede tener éxito en el siglo XXI es nuestra imaginación. Esta característica de la personalidad estadounidense es la que mejor explica nuestro papel único en el mundo y surge de la manera como pensamos acerca de nuestro poder y de nuestros valores. La antigua dicotomía entre realismo e idealismo nunca se ha aplicado verdaderamente a Estados Unidos, porque realmente no aceptamos que nuestro interés nacional y nuestros valores universales se contrapongan. Para nuestro país, siempre ha sido una cuestión de perspectiva. Incluso cuando nuestros intereses y nuestros ideales entran en conflicto en el corto plazo, creemos que a la larga son inseparables.
Esto ha dejado a Estados Unidos en libertad para imaginar que el mundo siempre puede ser mejor —no perfecto, pero sí mejor— de lo que otros sistemáticamente han considerado posible. Estados Unidos imaginó que una Alemania democrática podría ser algún día la base para una Europa unificada, libre y en paz. Estados Unidos creyó que un Japón democrático podría ser algún día una fuente de paz en una Asia cada vez más libre y próspera. Estados Unidos tuvo fe en que los pueblos de los países bálticos serían independientes y, por lo tanto, llegó el día en que la OTAN llevó a cabo una cumbre en Riga, Letonia. Para hacer realidad éstas y otras ambiciosas metas que hemos imaginado, Estados Unidos con frecuencia ha preferido los predominios de poder que están a favor de nuestros valores sobre los equilibrios de poder que no lo están. Hemos hecho frente al mundo tal y como es, pero nunca hemos aceptado que no podemos cambiarlo. En efecto, hemos demostrado que, al unir el poder estadounidense con los valores estadounidenses, podíamos ayudar a amigos y aliados a ampliar las fronteras de lo que muchos pensaban que era realista en ese momento.
¿Cómo describir esta predisposición tan nuestra? Es realismo, en cierto modo. Pero es mucho más que eso: es lo que he llamado un realismo propio únicamente de Estados Unidos. Esto hace que seamos un país increíblemente impaciente. Vivimos en el futuro, no en el pasado. No pensamos demasiado en nuestra historia anterior. Eso ha hecho que nuestro país cometa errores en el pasado y seguramente cometeremos más errores en el futuro. Aun así, nuestra impaciencia por mejorar situaciones menos que ideales y acelerar el ritmo del cambio es la que impulsa nuestros logros más perdurables, tanto en casa como en el exterior.
Irónicamente, al mismo tiempo, este realismo propio únicamente de Estados Unidos también nos hace extremadamente pacientes. Sabemos lo largo y arduo que es el camino de la democracia. Reconocemos nuestro defecto de nacimiento: una constitución basada en un compromiso que redujo a cada uno de mis ancestros a tres quintas partes de un hombre. Sin embargo, estamos sanando viejas heridas y viviendo como un solo pueblo estadounidense, y esto ha moldeado nuestro compromiso con el mundo. Apoyamos la democracia no porque nos consideremos perfectos, sino porque sabemos que somos profundamente imperfectos. Esto nos da razones para ser humildes en nuestras propias iniciativas y pacientes con las iniciativas de los demás. Sabemos que los titulares de la actualidad rara vez se parecen al juicio de la historia.
Un orden internacional que refleje nuestros valores es la mejor garantía de nuestro interés nacional duradero, y Estados Unidos continúa teniendo una oportunidad única para moldear este resultado. De hecho, ya alcanzamos a vislumbrar algo de este mundo mejor. Lo vemos en las mujeres kuwaitíes que obtuvieron el derecho a votar en una sesión de consejo provincial en Kirkuk, y en el poco probable espectáculo de ver al Presidente estadounidense de pie con líderes democráticamente elegidos frente a las banderas de Afganistán, Iraq y el futuro Estado de Palestina. Darle forma a ese mundo será el trabajo de toda una generación, pero ya lo hemos hecho antes. Y si seguimos confiando en el poder de nuestros valores, podremos volver a tener éxito en una tarea como ésta.
El realismo estadounidense para un nuevo mundo
¿Qué es el interés nacional? Ésta es la pregunta que planteé en el año 2000 en Foreign Affairs. Era un momento que como nación llamamos, de manera reveladora, la “era de la Posguerra Fría”: sabíamos mejor de dónde veníamos que a dónde nos dirigíamos. Sin embargo, se estaban desarrollando enormes cambios; cambios que se reconocieron en su momento, pero cuyas implicaciones eran muy poco claras.
Entonces se asestaron los ataques del 11 de septiembre de 2001. Al igual que después del ataque a Pearl Harbor en 1941, Estados Unidos fue arrastrado a un mundo esencialmente diferente. Fuimos llamados a liderar con un nuevo sentido de urgencia y con una nueva perspectiva de lo que era una amenaza y de lo que podría surgir como una oportunidad. Y, al igual que con choques estratégicos previos, se pueden citar elementos de continuidad y cambio en nuestra política exterior a partir de los ataques del 11-S.
Lo que no ha cambiado es que nuestras relaciones con las grandes potencias tradicionales y emergentes aún son importantes para la exitosa conducían de la política. Así, mi advertencia del año 2000 de que debíamos intentar mejorar las “relaciones con las grandes potencias” —Rusia, China y potencias emergentes como India y Brasil— nos ha guiado de manera consistente. Como antes, nuestras alianzas en las Américas, Europa y Asia siguen siendo los pilares del orden internacional y ahora estamos transformándolas para enfrentarnos a los retos de una nueva era.
Lo que ha cambiado es, a muy grandes rasgos, la manera como vemos la relación entre la dinámica interna de los Estados y la distribución de poder entre ellos. Conforme la globalización fortalece a algunos países, también expone y exacerba las deficiencias de muchos otros, como los que son demasiado pobres o están mal gobernados como para poder resolver los problemas dentro de sus fronteras y evitar que éstos se esparzan y desestabilicen el orden internacional. En este escenario estratégico, es esencial para nuestra seguridad nacional que los Estados estén dispuestos y sean capaces de cumplir con todas sus responsabilidades soberanas, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Esta nueva realidad nos ha obligado a hacer importantes cambios en nuestra política. Reconocemos que la construcción de Estados democráticos es ahora un componente apremiante de nuestro interés nacional. En el Medio Oriente más amplio, reconocemos que la libertad y la democracia son únicamente ideas que, con el tiempo, pueden conducir a una estabilidad duradera y justa, especialmente en Afganistán e Iraq.
Como en el pasado, nuestra política no sólo ha sido respaldada por nuestra fuerza, sino también por nuestros valores. Estados Unidos ha tratado durante mucho tiempo de compaginar el poder y los principios, el realismo y el idealismo. En algunos momentos, ha habido tensiones de corta duración entre ellos, pero siempre hemos sabido dónde residen nuestros intereses de largo plazo. Por ende, Estados Unidos no ha sido neutral en lo que respecta a la importancia de los derechos humanos o a la superioridad de la democracia como forma de gobierno, tanto en la teoría como en la práctica. Este realismo propio únicamente de Estados Unidos nos ha guiado durante los últimos 8 años y debe continuar haciéndolo en el futuro.
Viejas y nuevas grandes potencias
Por necesidad, nuestras relaciones con Rusia y con China se han basado más en intereses comunes que en valores compartidos. Con Rusia, hemos encontrado afinidades, como lo prueba el “acuerdo marco estratégico” que el presidente George W. Bush y el Presidente de Rusia, Vladimir Putin, firmaron en Sochi en marzo de este año. Nuestra relación con Rusia ha sido puesta a prueba por la retórica de Moscú, por su tendencia a tratar a sus vecinos como “esferas de influencia” perdidas y por sus políticas energéticas con un claro tinte político. Además, el rumbo interno de Rusia ha sido fuente de gran decepción, en especial porque en el año 2000 esperábamos que se acercara más a nosotros en lo que respecta a los valores. Sin embargo, debemos recordar que Rusia no es la Unión Soviética. Rusia no es un enemigo permanente ni una amenaza estratégica. Actualmente, los rusos tienen más oportunidades y, por supuesto, mayor libertad personal que en cualquier otro momento de la historia de su país, pero ése no es el estándar contra el que los rusos desean ser comparados. Rusia no es sólo una gran potencia; también es el país y la cultura de un gran pueblo. Además, en el siglo XXI, la grandeza se mide cada vez más por el desarrollo tecnológico y económico que fluye naturalmente en las sociedades abiertas y libres. Por esa razón, el desarrollo total de Rusia y de nuestra relación con ella aún son inciertos conforme la transformación interna de ese país evoluciona.
Los últimos 8 años también nos han obligado a lidiar con la creciente influencia de China, algo a lo cual no tenemos razón para temer, siempre y cuando ese poder se utilice con responsabilidad. Le hemos señalado a Beijing que la participación plena de China en la comunidad internacional conlleva responsabilidades, ya sea en la conducción de su política económica y comercial, en su enfoque hacia la energía y el medio ambiente o en cuanto a sus políticas hacia el mundo en desarrollo. Los líderes de China están cada vez más conscientes de esto y están cambiando su posición, si bien lentamente, hacia un enfoque más cooperativo con respecto a diferentes problemas. Por ejemplo, en Darfur, después de años de respaldar abiertamente a Jartum, China avaló la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que autorizó el despliegue de una fuerza de paz híbrida de las Naciones Unidas y la Unión Africana, y envió un batallón de ingeniería con el fin de preparar el terreno para dicha fuerza de paz. China necesita hacer mucho más en situaciones como las de Birmania, Darfur y el Tíbet, pero mantenemos un diálogo activo y franco con los líderes de China acerca de estos desafíos.
Estados Unidos, junto con otros muchos países, sigue preocupado por el rápido desarrollo de sistemas de armas de alta tecnología en China. Entendemos que cuando los países se desarrollan, modernizan sus fuerzas armadas. Pero la falta de transparencia de China con respecto a su gasto y su doctrina militares, así como sus metas estratégicas, aumentan la desconfianza y la sospecha. Aunque Beijing ha acordado dar pasos graduales para incrementar los intercambios “ejército a ejército” entre Estados Unidos y China, es necesario que pase de la retórica de intenciones pacíficas a un compromiso real que permita tranquilizar a la comunidad internacional.
Nuestras relaciones con Rusia y con China son complejas y se caracterizan tanto por la competencia como por la cooperación. Pero de no haber relaciones viables con ambos Estados, las soluciones diplomáticas para muchos de los problemas internacionales serían difíciles de conseguir. El terrorismo trasnacional y la proliferación de armas de destrucción masiva, el cambio climático y la inestabilidad que surge de la pobreza y de la enfermedad, son peligros para todos los Estados exitosos, incluidos aquellos que en otros tiempos pudieran haber sido rivales violentos. Es responsabilidad de Estados Unidos encontrar áreas de cooperación y acuerdo estratégico con Rusia y con China, incluso si prevalecen diferencias significativas.
Obviamente, Rusia y China tienen una responsabilidad y un peso especiales como miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, al igual que nosotros, pero éste no ha sido el único foro en el que hemos trabajado juntos. Otro ejemplo ha surgido en el noreste de Asia con el marco para el diálogo de las seis partes. El problema nuclear norcoreano podría haber provocado un conflicto entre los Estados del noreste de Asia o el aislamiento de Estados Unidos, debido a los diversos e importantes intereses de China, Corea del Sur, Estados Unidos, Japón y Rusia. Por el contrario, se ha convertido en una oportunidad para la cooperación y la coordinación, mientras se mantienen los esfuerzos para lograr una desnuclearización verificable. Y cuando Corea del Norte probó un dispositivo nuclear el año pasado, las otras cinco partes ya habían establecido una coalición y se dirigieron rápidamente al Consejo de Seguridad para solicitar una resolución de Capítulo VII. Eso, a su vez, presionó considerablemente a Corea del Norte para volver a las conversaciones de las seis partes, y cerrar y comenzar a desactivar el reactor de Yongbyon. Las partes tienen la intención de institucionalizar estos hábitos de cooperación con el establecimiento de un Mecanismo de Paz y Seguridad para el Noreste Asiático, lo que sería un primer paso hacia un foro de seguridad en la región.
La importancia de mantener relaciones sólidas con los actores globales se extiende a aquellos que están surgiendo. Con ellos, especialmente con Brasil y con la India, Estados Unidos ha establecido lazos más profundos y amplios. La India se encuentra a la vanguardia de la globalización. Este país democrático promete convertirse en una potencia global y en un aliado para modelar un orden internacional basado en la libertad y el Estado de derecho. El éxito de Brasil, al utilizar la democracia y los mercados para hacer frente a siglos de una dañina desigualdad social, ha tenido resonancia en todo el mundo. Actualmente, Brasil y la India miran hacia el exterior como nunca antes, seguros de su capacidad de competir y de tener éxito en la economía global. En ambos países, los intereses nacionales se están redefiniendo a medida que los indios y los brasileños hacen realidad su participación directa en un orden internacional democrático, seguro y abierto, y comprenden las inmensas responsabilidades que deben asumir para fortalecerlo y para defenderlo de los principales retos trasnacionales de nuestra era. Tenemos un interés vital en el éxito y la prosperidad de éstas y otras grandes democracias multiétnicas de alcance global como Indonesia y Sudáfrica. Y mientras estas potencias emergentes cambian el escenario geopolítico, será importante que las instituciones también cambien para reflejar esta realidad. Por esa razón, el presidente Bush ha dejado en claro su apoyo a una ampliación razonable del Consejo de Seguridad de la ONU.
Valores compartidos y responsabilidad compartida
Sin importar qué tan significativas sean nuestras relaciones con Rusia y con China, el trabajo con nuestros aliados —aquéllos con los que compartimos valores— es lo que está transformando la política internacional; este trabajo presenta una oportunidad para aumentar el número de Estados democráticos bien gobernados y respetuosos de la ley en nuestro mundo, y para vencer a los que desafían esta aspiración de orden internacional. La cooperación con nuestros aliados democráticos, por ende, no debe juzgarse únicamente por la manera como nos relacionamos con los demás; debe evaluarse con base en el trabajo que realizamos juntos para derrotar al terrorismo y al extremismo, para enfrentarnos a los desafíos globales, para defender la dignidad y los derechos humanos, y para apoyar a las nuevas democracias.
En nuestro continente, esto ha significado fortalecer nuestros lazos con democracias estratégicas como Brasil, Canadá, Chile, Colombia y México, con el fin de promover el desarrollo democrático de nuestro hemisferio. Juntos, hemos apoyado a los Estados en dificultades, como Haití, para asegurar su transición hacia la democracia y la seguridad. Juntos, estamos defendiéndonos de los narcotraficantes, de las bandas de delincuentes y de los pocos autócratas que quedan en nuestro democrático hemisferio. La región aún se enfrenta a desafíos, incluida la próxima transición de Cuba y la necesidad de apoyar, sin lugar a dudas, el derecho del pueblo cubano a un futuro democrático. Ciertamente aún persisten en la región sospechas añejas sobre Estados Unidos. Pero hemos empezado a escribir una nueva narrativa que habla no sólo de desarrollo macroeconómico y de comercio, sino también de la necesidad de que los líderes democráticos emprendan la tarea de dar solución a los problemas de la justicia social y la desigualdad.
Creo que una de las historias más admirables de nuestro tiempo es la relación con nuestros aliados más antiguos. El objetivo de una Europa completa, libre y en paz casi se ha alcanzado. Estados Unidos celebra la existencia de una Europa fuerte, unida y coherente. No hay duda de que la Unión Europea (UE) ha sido un magnífico apoyo para la evolución democrática de Europa del Este después de la Guerra Fría. Esperemos que llegue el día en que Turquía ocupe su lugar en la UE.
La membresía en la UE y la pertenencia a la OTAN han sido lo suficientemente atractivas para hacer que los países emprendan las reformas necesarias y para que busquen la resolución pacífica de conflictos añejos con sus vecinos. Lo contrario también ha sido cierto: los nuevos miembros han transformado a estos dos pilares de la relación trasatlántica. Doce de los veintiocho miembros de la OTAN son antiguas “naciones cautivas”, países que alguna vez estuvieron en la esfera soviética. El efecto de su unión a la alianza se deja sentir en una renovada dedicación a la promoción y protección de la democracia. Ya sea con el envío de tropas a Afganistán o a Iraq o con la fiera defensa de la continuada expansión de la OTAN, estos Estados han aportado nueva energía y fervor a la alianza.
En años recientes, la misión y el propósito de la alianza también se han transformado. En efecto, muchos recordarán cuando la OTAN veía al mundo en dos partes: Europa y “fuera del área”, que era prácticamente el resto del mundo. Si alguien hubiera dicho en el año 2000 que la OTAN ahora estaría erradicando terroristas en Kandahar, entrenando fuerzas de seguridad en un Iraq libre, proporcionando apoyo vital para las fuerzas de paz en Darfur y desarrollando sistemas de defensa antimisiles, probablemente en colaboración con Rusia, ¿quién le hubiera creído? La constancia y resistencia de la alianza trasatlántica es una de las razones por las que creo que lord Palmerston se equivocó al decir que los países no tienen aliados permanentes. Estados Unidos sí tiene aliados permanentes: los países con los que tenemos valores en común.
La democratización también está aumentando en la región Asia-Pacífico. Esto está ampliando nuestro círculo de aliados y promoviendo los objetivos que compartimos. En efecto, aunque muchos suponen que el auge de China determinará el futuro de Asia, de igual modo —y quizás en un grado aún mayor— lo hará el surgimiento pleno de una comunidad cada vez más democrática de Estados asiáticos. Éste es el suceso geopolítico definitorio del siglo XXI, y Estados Unidos está justo en el centro. Disfrutamos de una sólida y democrática alianza con Australia, con Estados clave del Sudeste Asiático y con Japón, un gigante económico que está emergiendo como un Estado “normal”, capaz de trabajar para asegurar y difundir nuestros valores, tanto en Asia como en otros lugares. Corea del Sur también se ha convertido en un socio global cuya historia puede presumir de una inspiradora travesía de la pobreza y la dictadura a la democracia y la prosperidad. Finalmente, Estados Unidos tiene un interés vital en que la India alcance la prosperidad y la condición de potencia global, y las relaciones entre ambos países nunca han sido más sólidas o más amplias. Será necesario trabajar de manera continua, pero éste es un avance espectacular, tanto para nuestros valores como para nuestros intereses estratégicos.
Ahora también es posible hablar de aliados democráticos emergentes en África. Con demasiada frecuencia, se considera que África es solamente un problema humanitario o una zona de conflicto. Pero el continente ha experimentado exitosas transiciones a la democracia en varios Estados, entre ellos Ghana, Liberia, Mali y Mozambique. Nuestro gobierno ha trabajado para ayudar a los líderes democráticos de éstos y otros Estados a cubrir las necesidades de sus pueblos, principalmente con el combate al flagelo continental del VIH/sida, en un esfuerzo sin precedente de poder, imaginación y compasión. También hemos sido un socio activo en la resolución de conflictos: desde la conclusión del Acuerdo Integral de Paz, que puso fin a la guerra civil entre el norte y el sur de Sudán, hasta una participación activa en la región de los Grandes Lagos y la intervención de un pequeño contingente de fuerzas militares estadounidenses en coordinación con la Unión Africana para dar fin al conflicto en Liberia. Aunque, trágicamente, los conflictos en Darfur, Somalia y otros países continúan siendo violentos y siguen sin resolverse, vale la pena mencionar el avance considerable que los Estados africanos están haciendo en muchos frentes y el papel que Estados Unidos ha desempeñado al apoyar los esfuerzos africanos para solucionar los problemas más importantes del continente.
Un modelo democrático de desarrollo
A pesar de que la capacidad de Estados Unidos para influir sobre Estados fuertes es limitada, nuestra habilidad para mejorar el desarrollo político y económico pacífico de los Estados débiles y mal gobernados puede ser considerable. Debemos estar dispuestos a usar nuestro poder para este propósito, no sólo porque es necesario, sino también porque es lo correcto. Con demasiada frecuencia, la promoción de la democracia y del desarrollo se ven como objetivos independientes. De hecho, cada vez está más claro que las prácticas y las instituciones de la democracia son esenciales para la promoción de un desarrollo sostenido y generalizado, y que el desarrollo regido por el mercado es esencial para la consolidación de la democracia. El desarrollo democrático es un modelo político-económico unificado y ofrece la mezcla de estabilidad y flexibilidad más adecuada para que los Estados aprovechen las oportunidades que brinda la globalización y manejen los desafíos que ésta presenta. Para los que piensan de otra manera, ¿existe alguna alternativa real digna de Estados Unidos?
El desarrollo democrático no es únicamente un camino efectivo hacia la riqueza y el poder; también es la mejor manera de asegurar que estos beneficios se compartan con justicia entre todas las sociedades, sin exclusión, represión o violencia. Recientemente, fuimos testigos de esto en Kenia, donde la democracia permitió que la sociedad civil, la prensa y los líderes empresariales se unieran para insistir en una oferta política incluyente que evitara que el país se hundiera en la limpieza étnica y estableciera una base más amplia para la reconciliación nacional. En nuestro propio hemisferio, el desarrollo democrático ha permitido abrir a millones de personas marginadas de la sociedad los antiguos sistemas dominados por las élites. Estas personas están exigiendo los beneficios que otorga la ciudadanía que durante mucho tiempo les fueron negados y, debido a que lo están haciendo democráticamente, la historia real de nuestro hemisferio, desde 2001, es que nuestros vecinos no han renunciado a la democracia y al mercado abierto, sino que están ampliando el consenso de nuestra región para apoyar el desarrollo democrático, asegurándose de que éste conduzca a la justicia social para los ciudadanos más marginados.
El aparente desorden de la democracia ha provocado que algunos se pregunten si los Estados débiles se beneficiarían experimentando un período de capitalismo autoritario. Algunos países, en efecto, han tenido éxito con este modelo y su atractivo aumenta cuando la democracia tarda demasiado en dar resultados o no puede satisfacer las altas expectativas de tener una vida mejor. Sin embargo, por cada país que abraza el autoritarismo y logra crear riqueza, hay muchos, muchos más, que simplemente empeoran la pobreza, la inequidad y la corrupción. En el caso de los que están teniendo resultados económicos bastante buenos, vale la pena preguntarse si no les iría mucho mejor con un sistema más libre. En última instancia, queda abierta la pregunta de si el capitalismo autoritario es un modelo indefinidamente sostenible. ¿Es realmente posible, en el largo plazo, que los gobiernos respeten el talento de sus ciudadanos, pero no sus derechos? En lo personal, lo dudo.
Promover el desarrollo democrático debe seguir siendo una prioridad para Estados Unidos. Efectivamente, no existe una alternativa realista que podamos, o debamos, ofrecer para influir en la evolución pacífica de los Estados débiles y mal gobernados. La pregunta real no es si se debe seguir este derrotero, sino cómo hacerlo.
Primero, necesitamos reconocer que el desarrollo democrático siempre es posible, pero nunca es fácil ni rápido. Esto se debe a que la democracia es, en realidad, una compleja interacción de prácticas democráticas y cultura. En la experiencia de numerosas naciones, especialmente la nuestra, vemos que la cultura no es destino. Países de diferentes culturas, razas, religiones y niveles de desarrollo han abrazado la democracia y la han adaptado a sus propias circunstancias y tradiciones. Ningún factor cultural ha resultado ser aún obstáculo para la democracia: ni el “militarismo” alemán o japonés ni los “valores asiáticos” ni el “tribalismo” africano ni la supuesta afinidad de América Latina por los caudillos ni la multicitada preferencia de los europeos del Este por el despotismo.
La realidad es que pocos países inician el viaje hacia la democracia con una cultura democrática. La gran mayoría crea una con el paso del tiempo, mediante la lucha diaria y difícil por hacer buenas leyes, crear instituciones democráticas, tolerar las diferencias, resolverlas pacíficamente y compartir el poder con justicia. Desafortunadamente, es difícil desarrollar los hábitos de la democracia en el ambiente controlado del autoritarismo, para tenerlos a punto y en marcha cuando desaparezca la tiranía. Quizá el proceso de democratización sea poco ordenado y poco satisfactorio, pero es absolutamente necesario. La democracia, dicen algunos, no puede imponerse, y menos si es a manos de una potencia extranjera. Esto es cierto, pero ésa no es la cuestión. Es más probable que la tiranía tenga que imponerse.
La historia actual es rara vez una de pueblos que se resisten a los conceptos básicos de la democracia: el derecho a elegir a sus gobernantes y otras libertades básicas. Se trata, por el contrario, de pueblos que eligen líderes democráticos y que luego se impacientan con ellos y les recuerdan su responsabilidad de brindar una vida mejor para sus gobernados. Definitivamente, está en nuestro interés nacional ayudar a mantener a estos líderes, apoyar a las instituciones democráticas de sus países y asegurarnos de que sus nuevos gobiernos sean capaces de atender y mantener su propia seguridad, especialmente cuando sus países han sufrido conflictos devastadores. Para lograrlo se necesitará de la colaboración de largo plazo basada en la responsabilidad mutua y la integración de todos los elementos de nuestro poderío nacional: políticos, diplomáticos, económicos y, en ocasiones, militares. Recientemente, hemos establecido colaboraciones como ésta con muy buenos resultados en países tan diferentes como Colombia, Líbano y Liberia. Sin duda, hace 10 años, Colombia estaba al borde del fracaso; hoy, en parte debido a nuestra colaboración de largo plazo con sus valerosos líderes y ciudadanos, Colombia está surgiendo como un país normal, con instituciones democráticas que están defendiendo al país, gobernando con justicia, reduciendo la pobreza y contribuyendo a la seguridad internacional.
Debemos establecer colaboraciones de largo plazo con otras democracias nuevas y frágiles, especialmente con Afganistán. Los principios básicos de la democracia están arraigándose en este país después de casi tres décadas de tiranía, violencia y guerra. Por primera vez en su historia, los afganos tienen un gobierno del pueblo, elegido en comicios presidenciales y parlamentarios, y dirigido por una constitución que codifica los derechos de todos los ciudadanos. Los desafíos en Afganistán no surgen de un enemigo fuerte. Los talibanes ofrecen una visión política que muy pocos afganos aceptan. Ellos más bien explotan las actuales limitaciones del gobierno de ese país, al hacer uso de la violencia contra los civiles y de las ganancias obtenidas del tráfico ilegal de narcóticos para imponer su dominio. En los lugares donde el gobierno afgano, con el apoyo de la comunidad internacional, ha podido establecer una buena gobernanza y proveer oportunidades económicas, los talibanes se han retirado. Estados Unidos y la OTAN tienen un interés vital en apoyar el surgimiento de un Estado afgano efectivo y democrático que pueda derrotar a los talibanes y proporcionar “seguridad poblacional”, al cubrir las necesidades básicas de seguridad, servicios, Estado de derecho y mayores oportunidades económicas. Compartimos este objetivo con el pueblo afgano, que no quiere que partamos hasta que hayamos cumplido con nuestra misión. Podemos tener éxito en Afganistán, pero debemos estar preparados para mantener una colaboración con esa nueva democracia durante muchos años en el futuro.
Nuestra asistencia al exterior es una de la mejores herramientas para apoyar a los Estados en la construcción de instituciones democráticas y en el fortalecimiento de la sociedad civil, pero debemos usarla correctamente. Uno de los más grandes avances de los últimos 8 años ha sido la creación de un consenso bipartidista para un uso más estratégico de la asistencia al exterior. Hemos comenzado a transformar nuestra ayuda en un incentivo para que los Estados en desarrollo gobiernen de manera justa, promuevan la libertad económica e inviertan en su pueblo. Ésta es una gran innovación de la iniciativa Millenium Challenge Account. En términos más generales, ahora estamos alineando mejor nuestra asistencia internacional con los objetivos de nuestra política exterior, con el propósito de ayudar a los países en desarrollo a pasar de la guerra a la paz, de la pobreza a la prosperidad, del mal gobierno a la democracia y al Estado de derecho. Al mismo tiempo, hemos iniciado esfuerzos históricos para ayudar a eliminar obstáculos para el desarrollo democrático: perdonando viejas deudas, alimentando a los hambrientos, ampliando el acceso a la educación y luchando contra las pandemias como la malaria y el VIH/sida. Detrás de todos estos esfuerzos se encuentra la extraordinaria generosidad del pueblo estadounidense, que desde 2001 ha ayudado a triplicar prácticamente la ayuda oficial al desarrollo de Estados Unidos en todo el mundo, duplicándola para América Latina y cuadruplicándola para África.
Finalmente, una de las mejores maneras de apoyar el crecimiento de las instituciones democráticas y de la sociedad civil es ampliar el comercio libre y justo, así como la inversión. El proceso mismo de establecer un acuerdo comercial o un tratado bilateral de inversión ayuda a acelerar y a consolidar el desarrollo democrático. Las instituciones políticas y legales que pueden hacer cumplir los derechos de propiedad podrán proteger mejor los derechos humanos y el Estado de derecho. Los tribunales independientes, que pueden resolver las controversias comerciales, pueden solucionar de mejor manera las disputas civiles y políticas. La transparencia necesaria para luchar contra la corrupción corporativa hace que sea más difícil que la corrupción política pase inadvertida y no se castigue. Una creciente clase media también crea nuevos centros de poder social para los movimientos y los partidos políticos. Actualmente, el comercio es una cuestión controvertida en nuestro país, pero no debemos olvidar que es esencial no sólo para mantener la salud de nuestra economía interna, sino también para el éxito de nuestra política exterior.
Siempre habrá necesidades humanitarias, pero nuestro objetivo debe ser utilizar de forma conjunta las herramientas de asistencia al exterior, de cooperación en seguridad y de comercio para ayudar a los países a avanzar hacia la autosuficiencia. Debemos insistir en que estas herramientas se utilicen para promover el desarrollo democrático. Está en nuestro interés nacional hacerlo.
El cambiante Medio Oriente
¿Qué decir sobre el Medio Oriente más amplio, el arco de países que se extiende desde Marruecos hasta Pakistán? La estrategia del gobierno de Bush para esta región ha sido la desviación más extrema de su política previa. Pero nuestra estrategia es, en realidad, una extensión de los cánones tradicionales: incorpora los derechos humanos y la promoción del desarrollo democrático a una política que tenía la intención de promover nuestro interés nacional. Lo que se aparta de lo ordinario es que el Medio Oriente fuera tratado como una excepción durante tantas décadas. La política estadounidense en esa región se centraba prácticamente sólo en la estabilidad. Había poco diálogo, por supuesto no público, sobre la necesidad del cambio democrático.
Durante seis décadas, bajo gobiernos demócratas y republicanos, un acuerdo básico definió la participación de Estados Unidos en el Medio Oriente más amplio: apoyábamos a los regímenes autoritarios y ellos apoyaban nuestro interés compartido en la estabilidad regional. Después del 11-S, se hizo cada vez más claro que este viejo acuerdo había producido una falsa estabilidad. Prácticamente no había canales legítimos para la expresión política en la región. Pero esto no significa que no hubiera actividad política; la había, pero en madrazas y mezquitas radicales. No es de extrañar que las fuerzas políticas mejor organizadas fueran los grupos extremistas. Y fue ahí, en las sombras, en donde al Qaeda encontró espíritus perturbados para hacer presa de ellos y utilizarlos como soldados de su guerra milenaria contra el “enemigo lejano”.
Una respuesta habría sido luchar contra los terroristas sin tratar esta causa subyacente. Quizá hubiera sido posible manejar estas tensiones reprimidas durante un tiempo. Sin duda, la búsqueda de la justicia y de un nuevo equilibrio como en la que se han embarcado los países del Medio Oriente más amplio es muy turbulenta. Pero ¿realmente es peor que la situación anterior? ¿Peor que lo que sufrió el Líbano bajo la opresión de la ocupación militar siria? ¿Peor que cuando los autoproclamados dirigentes palestinos se embolsaron la generosidad del mundo y desaprovecharon su mejor oportunidad de una paz de dos Estados? ¿Peor que cuando la comunidad internacional impuso sanciones sobre los inocentes iraquíes para castigar al hombre que los tiranizó, que amenazó a sus vecinos y que arrastró a 300 000 seres humanos a fosas comunes masivas? ¿O peor que las décadas de opresión y negación de oportunidades que engendraron desesperanza, alentaron el odio y condujeron al tipo de radicalización que dio pie a la ideología que produjo los ataques del 11-S? Lejos de ser el modelo de estabilidad que algunos parecen recordar, el Medio Oriente fue devastado desde 1945 por repetidos conflictos civiles y guerras transfronterizas. Nuestro rumbo actual sin duda es difícil, pero no idealicemos los viejos acuerdos del Medio Oriente, ya que no produjeron justicia ni estabilidad.
El segundo discurso de toma de posesión del Presidente y el discurso que pronuncié en la American University de El Cairo en junio de 2005 han sido considerados declaraciones retóricas que se han desvanecido ante las duras realidades. Nadie podría argumentar que el objetivo de democratización y modernización del Medio Oriente más amplio carece de ambición, y los que lo apoyamos reconocemos plenamente que será una tarea difícil y que llevará varias generaciones. Ningún acontecimiento por sí solo, y por supuesto ningún discurso, hará que se haga realidad; pero si Estados Unidos no establece este objetivo, nadie lo hará.
Esta meta se complica mucho más por el hecho de que el futuro del Medio Oriente está ligado a muchos de nuestros otros intereses vitales: la seguridad energética, la no proliferación, la defensa de amigos y aliados, la solución de antiguos conflictos y, sobre todo, la necesidad de contar en el corto plazo con socios para la lucha global contra el extremismo islamista violento. Declarar, sin embargo, que debemos promover nuestros intereses de seguridad o bien nuestros ideales democráticos es presentar una disyuntiva falsa. Es cierto, nuestros intereses e ideales algunas veces entran en conflicto en el corto plazo. Estados Unidos no es una ONG y debe equilibrar innumerables factores en su relación con todos los países. Pero, en el largo plazo, nuestra seguridad está mejor garantizada por el éxito de nuestros ideales: libertad, derechos humanos, mercados abiertos, democracia y Estado de derecho.
Los líderes y ciudadanos del Medio Oriente más amplio ahora están buscando respuesta a las preguntas fundamentales de la creación del Estado moderno: ¿cuáles deben ser los límites del uso estatal del poder, tanto dentro como fuera de sus fronteras? ¿Cuál será el papel del Estado en la vida de sus ciudadanos y la relación entre la religión y la política? ¿Cómo se reconciliarán los valores y las convenciones tradicionales con la promesa democrática de libertad y derechos individuales, especialmente para las mujeres y las niñas? ¿Cómo se dará cabida a la diversidad religiosa y étnica en las frágiles instituciones políticas cuando la gente tiende a aferrarse a las asociaciones tradicionales? La respuesta a éstas y otras preguntas sólo puede provenir del Medio Oriente mismo. Nuestra tarea es apoyar y moldear estos difíciles procesos de cambio, y ayudar a los países de la región a superar varios de los principales obstáculos para que surjan como Estados modernos y democráticos.
El primer desafío es la ideología global del extremismo islamista violento, representado por grupos como al Qaeda, que rechazan totalmente los principios básicos de la política moderna, pues buscan acabar con Estados soberanos, borrar fronteras nacionales y restaurar la estructura imperial del antiguo califato. Para resistir esta amenaza, Estados Unidos necesitará tener amigos y aliados en la región que estén dispuestos y sean capaces de iniciar acciones contra los terroristas que se encuentran entre ellos. Finalmente, sin embargo, es más que un simple enfrentamiento armado: es una contienda de ideas. La teoría de la victoria de al Qaeda es secuestrar las insatisfacciones locales y nacionales legítimas de las sociedades musulmanas e insertarlas en una narrativa ideológica de lucha incesante contra la opresión de Occidente, en especial de Estados Unidos. La buena noticia es que la ideología intolerante de al Qaeda sólo puede imponerse mediante la brutalidad y la violencia. Cuando la gente tiene la libertad de elegir, como lo hemos visto en Afganistán, Pakistán y en la provincia de Anbar, en Iraq, rechaza la ideología de al Qaeda y se rebela ante su control. Nuestra teoría de la victoria, por lo tanto, debe ser ofrecer a la gente un camino democrático para promover sus intereses de manera pacífica, para desarrollar sus talentos, para enmendar injusticias y para vivir digna y libremente. En este sentido, la lucha contra el terrorismo es un tipo de contrainsurgencia global: el centro de gravedad no son los enemigos contra los que luchamos, sino las sociedades a las que están tratando de radicalizar.
Ciertamente, nuestro interés en la promoción del desarrollo democrático y en la lucha contra el terrorismo y el extremismo nos ha obligado a tomar decisiones difíciles, porque en este momento necesitamos amigos capaces, que puedan desarraigar a los terroristas del Medio Oriente más amplio. Estos Estados con frecuencia no son democráticos, así que debemos equilibrar las tensiones entre nuestras metas de corto y de largo plazo. No podemos negarles a estos Estados no democráticos la asistencia en materia de seguridad para luchar contra el terrorismo o para defenderse. Al mismo tiempo, debemos usar otros puntos de influencia para promover la democracia y pedir cuentas a nuestros amigos. Eso significa apoyar a la sociedad civil, como lo hemos hecho a través del Foro para el Futuro y de la Iniciativa de Cooperación con el Medio Oriente, y con el uso de la diplomacia pública y privada para presionar a nuestros socios no democráticos para que se reformen. Los cambios se están presentando lentamente en términos de sufragio universal, de parlamentos más influyentes y de educación para las niñas y las mujeres. Debemos continuar abogando por la reforma y el apoyo a los agentes locales del cambio en los países no democráticos, incluso mientras cooperamos con sus gobiernos en cuestiones de seguridad.
Un ejemplo de la manera como nuestro gobierno ha equilibrado estas inquietudes es nuestra relación con Pakistán. Después de años de abandono de esa relación por parte de Estados Unidos, nuestro gobierno tuvo que establecer una alianza con el gobierno militar de Pakistán para alcanzar un objetivo común después del 11-S; lo hicimos a sabiendas de que nuestra seguridad y la de Pakistán requerían en última instancia el retorno a un gobierno civil y democrático. Así que, mientras trabajábamos con el presidente Pervez Musharraf para luchar contra los terroristas y los extremistas, invertíamos más de 3 000 millones de dólares para fortalecer a la sociedad pakistaní: con la construcción de escuelas y clínicas, con ayuda de emergencia después del terremoto de 2005 y con nuestro respaldo a los partidos políticos y al Estado de derecho. Urgimos a los líderes militares de Pakistán a que pusieran a su país en una trayectoria moderna y moderada, lo cual hicieron en algunos aspectos importantes; y cuando este progreso se vio amenazado el año pasado por la declaración de estado de emergencia, presionamos al presidente Musharraf para que se quitara el uniforme y convocara a elecciones libres. Aunque los terroristas trataron de obstaculizar el retorno de la democracia y mataron a mucha gente inocente, incluida la ex primera ministra Benazir Bhutto, el pueblo pakistaní le asestó una derrota aplastante al extremismo en las urnas. Esta restauración de la democracia en Pakistán crea una oportunidad para que construyamos una colaboración duradera y amplia que nunca antes habíamos tenido con ese país, lo que fortalece, por ende, nuestra seguridad y ancla el éxito de nuestros valores en una región conflictiva.
Un segundo desafío para el surgimiento de un Medio Oriente más estable son los Estados agresivos que no pretenden reformar de manera pacífica el actual orden de la región, sino alterarlo, con el uso de cualquier forma de violencia: asesinatos, intimidación, terrorismo. La pregunta no es si algún Estado en particular debe tener influencia en la región; todos la tienen y la tendrán. La verdadera pregunta es qué tipo de influencia ejercerán estos Estados y con qué fines, constructivos o destructivos. Ésta es la pregunta fundamental que aún no tiene respuesta y que se encuentra en el centro de muchos de los desafíos geopolíticos que presenta el Medio Oriente en la actualidad, ya sea el de Siria que socava la soberanía de Líbano, el de Irán en búsqueda de capacidad nuclear o el del apoyo de ambos al terrorismo.
Irán representa un desafío particular. El régimen iraní aplica sus políticas destructivas, tanto mediante instrumentos de Estado (las Guardias Revolucionarias y la Fuerza al Quds), como mediante agentes no estatales que extienden el poder iraní (los elementos del ejército Mahdi en Iraq, Hamás en Gaza y Hezbolá en Líbano y en todo el mundo). El régimen iraní trata de subvertir a los Estados y extender su influencia en el Golfo Pérsico y en el Medio Oriente más amplio. Amenaza al Estado de Israel con la extinción y muestra una hostilidad implacable hacia Estados Unidos. Además, está desestabilizando a Iraq, poniendo en peligro a las fuerzas estadounidenses y matando a iraquíes inocentes. Estados Unidos está respondiendo a estas provocaciones. Sin duda, un Irán con armas nucleares o incluso con la tecnología para construirlas cuando las necesite sería una grave amenaza para la paz y la seguridad internacionales.
Pero también hay otro Irán. Es la tierra de una gran cultura y de un gran pueblo que sufre por la represión. El pueblo iraní merece ser parte del sistema internacional, viajar libremente y formarse en las mejores universidades. De hecho, Estados Unidos se ha acercado a ellos con intercambios de equipos deportivos, trabajadores de socorro y artistas. En muchos aspectos, el pueblo iraní tiene una buena disposición hacia los estadounidenses y hacia Estados Unidos. Nuestra relación podría ser diferente. Si el gobierno iraní cumple las demandas del Consejo de Seguridad de la ONU y suspende el enriquecimiento de uranio y las actividades relacionadas, la comunidad internacional, incluido Estados Unidos, está preparada para hablar abiertamente sobre todos los asuntos que se discuten. Estados Unidos no tiene enemigos permanentes.
A la larga, las muchas amenazas que representa Irán deben analizarse en un marco más amplio: el de un Estado que está esencialmente fuera de sintonía con las normas y valores de la comunidad internacional. Irán debe tomar una decisión estratégica —decisión que hemos intentado aclarar con nuestro enfoque— sobre cómo y con qué fines ejercerá su poder y su influencia. ¿Desea continuar obstaculizando las exigencias legítimas del mundo, promoviendo sus intereses mediante la violencia e incrementando el aislamiento de su pueblo? ¿O está abierto a una mejor relación, una de mayor comercio e intercambio, mayor integración y cooperación pacífica con sus vecinos y con el resto de la comunidad internacional? Teherán debe saber que los cambios en su comportamiento producirán cambios en el nuestro. Pero Irán también debe saber que Estados Unidos defenderá vigorosamente a sus amigos y sus intereses hasta el momento en que dicho cambio se produzca.
Un tercer desafío consiste en encontrar la forma de resolver conflictos de larga data, especialmente el que enfrenta a israelíes y palestinos. Nuestro gobierno ha hecho de la idea del desarrollo democrático el centro de nuestro enfoque sobre este conflicto, porque hemos llegado a creer que los israelíes no tendrán la seguridad que merecen en su Estado judío y los palestinos no alcanzarán la vida que les corresponde en un Estado propio hasta que no haya un gobierno palestino capaz de ejercer sus responsabilidades soberanas, tanto con sus ciudadanos como con sus vecinos. A la postre, se deberá crear un Estado palestino que pueda vivir al lado de Israel en paz y con seguridad. Este Estado nacerá no sólo mediante negociaciones para resolver los difíciles problemas relacionados con las fronteras, los refugiados y el estatus de Jerusalén, sino también mediante un azaroso esfuerzo por crear instituciones democráticas eficaces que puedan luchar contra el terrorismo y el extremismo, imponer el Estado de derecho, combatir la corrupción y crear oportunidades para que los palestinos mejoren su vida. Esto confiere responsabilidades para ambas partes.
Como lo ha demostrado la experiencia de años recientes, existe una discordia fundamental en el corazón de la sociedad palestina, entre los que rechazan la violencia y reconocen el derecho de Israel a existir y los que no lo aceptan. A la larga, el pueblo palestino deberá tomar una decisión sobre el futuro que desea, y sólo la democracia le da esa opción y deja abierta la posibilidad de una vía pacífica para resolver la cuestión existencial que se encuentra en el centro de su vida nacional. Estados Unidos, Israel, otros Estados de la región y la comunidad internacional deben hacer todo lo posible para apoyar a los palestinos que opten por un futuro de paz y avenencia. Cuando la solución de dos Estados se haga realidad, será debido a la democracia y no a pesar de ella.
Éste es, en efecto, un punto de vista controvertido, y plantea un desafío más que debe resolverse si deseamos que haya Estados democráticos y modernos en el Medio Oriente más amplio: cómo lidiar con los grupos no estatales cuyo compromiso con la democracia, la no violencia y el Estado de derecho es sospechoso. Debido a la larga historia de autoritarismo en la región, muchos de los partidos políticos mejor organizados son islamistas y algunos de ellos no han renunciado a poner la violencia al servicio de sus objetivos políticos. ¿Cuál debe ser su papel en el proceso de la democracia? ¿Tomarán el poder democráticamente sólo para subvertir el proceso mismo que los llevó a la victoria? ¿Las elecciones en el Medio Oriente más amplio son, por ende, peligrosas?
Estas preguntas no son fáciles de responder. Cuando Hamás ganó las elecciones en los territorios palestinos, en general esto se consideró como un fracaso de la política. Pero aunque esta victoria ciertamente complicó los asuntos en el Medio Oriente más amplio, por otro lado ayudó a aclarar las cosas. Hamás tenía un poder significativo antes de las elecciones, principalmente el poder de destruir. Después de las elecciones, Hamás también tuvo que enfrentarse por primera vez a la necesidad de rendir cuentas sobre la manera como usaba el poder. Esto ha permitido que el pueblo palestino y la comunidad internacional le asignen a Hamás los mismos estándares básicos de responsabilidad a los que todos los gobiernos deben someterse. Mediante su continua falta de voluntad para comportarse como un régimen responsable, en lugar de como un movimiento violento, Hamás ha demostrado que es absolutamente incapaz de gobernar.
Se ha puesto mucha atención en Gaza, a la cual Hamás mantiene como rehén de sus brutales e incompetentes políticas. Pero, en otros lugares, los palestinos le han pedido cuentas a Hamás. En Qalqiya, una ciudad de Cisjordania, por ejemplo, donde Hamás fue elegido en 2004, los palestinos frustrados y fastidiados no le permitieron continuar en el poder en las siguientes elecciones. Si se consigue que haya una alternativa legítima, eficaz y democrática a Hamás (algo que al Fatah aún no es), la gente probablemente votará por ella. Esto sería especialmente cierto si los palestinos pudieran vivir una vida normal dentro de su propio Estado.
La participación de grupos armados en las elecciones es problemática. Pero la lección no es que no debería haber elecciones, sino que debería haber normas, como las que la comunidad internacional le ha aplicado a Hamás a posteriori: puede ser un grupo terrorista o puede ser un partido político, pero no puede ser ambas cosas. A pesar de lo difícil de este problema, no es posible que se le niegue a la gente el derecho al voto sólo porque el resultado podría desagradarnos. Aunque no podemos saber si la política finalmente desradicalizará a los grupos violentos, sabemos que excluirlos del proceso político les da poder sin responsabilidad. Éste es otro de los desafíos que los líderes y los pueblos del Medio Oriente más amplio deben resolver conforme la región recurre a los procesos e instituciones democráticos para la resolución pacífica y sin represión de las diferencias.
La transformación de Iraq
Después, por supuesto, está Iraq, que es quizá la prueba más difícil del principio de que la democracia puede superar profundas divisiones y diferencias. Debido a que Iraq es un microcosmos de la región, con sus estratos de diversidad étnica y sectaria, la lucha del pueblo iraquí por construir una democracia después de la caída de Saddam Hussein está cambiando el panorama no sólo de Iraq, sino también del Medio Oriente más amplio.
El costo que tiene esta guerra para los estadounidenses y los iraquíes, en vidas humanas y fondos, ha sido mayor de lo que jamás hubiéramos imaginado. Esta historia aún se está escribiendo y seguirá escribiéndose durante muchos años. Las sanciones y las inspecciones de armamento, la inteligencia y la diplomacia previas a la guerra, el número de tropas y la planeación de la posguerra, todos son temas importantes que los historiadores analizarán durante décadas. Pero la cuestión fundamental que podemos plantear y discutir ahora es si destituir a Hussein fue la decisión correcta. Yo sigo creyendo que lo fue.
Después de haber peleado una guerra contra Hussein y luego continuar en un estado formal de hostilidades con él durante más de una década, nuestra política de contención comenzó a erosionarse. La comunidad internacional estaba perdiendo la voluntad para hacer cumplir la contención, y el gobernante de Iraq estaba volviéndose cada vez más hábil para aprovecharla a través de programas como “petróleo por alimentos”; de hecho, fue más hábil de lo que creíamos en ese entonces. El fracaso de la contención se hacía cada vez más evidente en las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU que se aprobaron para luego violarlas, en nuestros enfrentamientos regulares en las zonas de prohibición de vuelo y en la decisión del presidente Bill Clinton de lanzar ataques aéreos en 1998, para posteriormente unirse al Congreso con el fin de hacer del “cambio de régimen” la política oficial de nuestro gobierno en Iraq. Si Hussein no era una amenaza, ¿por qué la comunidad internacional mantuvo al pueblo iraquí bajo las sanciones más brutales de la historia moderna? De hecho, como lo demostró el Grupo de Estudios sobre Iraq, Hussein estaba listo y dispuesto a reconstituir sus programas de producción de armas de destrucción masiva tan pronto como la presión internacional se relajara.
Estados Unidos no derrocó a Hussein para democratizar al Medio Oriente; lo hizo para eliminar a una antigua amenaza a la seguridad internacional. Sin embargo, el gobierno tenía presente el objetivo de democratización después de la liberación, y se analizó la cuestión de si nos sentiríamos satisfechos con el fin del gobierno de Hussein y la llegada al poder de otro dictador como reemplazo. La respuesta fue que no y, por ende, admitimos abiertamente que tratar de apoyar a los iraquíes a construir un Iraq democrático fue la política de Estados Unidos desde el inicio. Es importante recordar que tampoco derrocamos a Adolf Hitler para llevar la democracia a Alemania. Pero Estados Unidos creía que sólo una Alemania democrática podría sustentar, a la larga, una paz duradera en Europa.
La democratización de Iraq y del Medio Oriente están, por lo tanto, vinculadas. De igual modo, la guerra contra el terror también está ligada a Iraq, porque nuestro objetivo después del 11-S fue enfrentarnos a las malignidades más arraigadas del Medio Oriente, no sólo a sus síntomas. Es muy difícil imaginar cómo podría haber surgido un Medio Oriente más justo y democrático si Hussein siguiera en el centro de la región.
Nuestro esfuerzo en Iraq ha sido extremadamente arduo. Iraq era un Estado fracturado y una sociedad herida bajo el yugo de Hussein. Hemos cometido errores: eso es innegable. La multitud de agravios largamente contenidos que se pusieron al descubierto ha desafiado a las jóvenes y frágiles instituciones democráticas, pero no hay otra vía razonable y pacífica para la reconciliación de los iraquíes.
Mientras Iraq emerge de sus dificultades, el efecto de su transformación se deja sentir en el resto de la región. A la postre, los Estados del Medio Oriente necesitan reformarse, pero también necesitan reformar las relaciones entre ellos. En el Medio Oriente más amplio se está desarrollando una realineación estratégica, que separa a aquellos Estados que son responsables y aceptan que el momento de la violencia bajo la consigna de “resistencia” ha terminado de los que continúan avivando el extremismo, el terrorismo y el caos. Los esfuerzos de Arabia Saudita, Egipto, Jordania y los Estados del Golfo Pérsico se han centrado en apoyar a los palestinos moderados y a una solución de dos Estados para el conflicto entre Israel y Palestina, así como a los líderes y ciudadanos democráticos de Líbano. Estos países deben darse cuenta de que un Iraq democrático puede ser un aliado para resistirse al extremismo en la región. Cuando invitaron a Iraq a unirse a los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo+2 (Egipto y Jordania), dieron un importante paso en esa dirección.
Al mismo tiempo, estos países esperan que Estados Unidos siga participando intensamente en su conflictiva región, y que contrarreste y desaliente las amenazas de Irán. Estados Unidos ahora dejar caer el peso de sus esfuerzos prácticamente en el centro del Medio Oriente más amplio. Nuestra colaboración continua con Afganistán e Iraq, con la que debemos seguir muy comprometidos, nuestras nuevas relaciones en Asia Central y nuestra perdurable colaboración en el Golfo Pérsico proporcionan una sólida base geoestratégica para el trabajo generacional que se avecina de ayudar a crear un Medio Oriente mejor, más democrático y más próspero.
Un realismo propio únicamente de Estados Unidos
Invertir en potencias emergentes y fuertes como partes interesadas en el orden internacional y apoyar el desarrollo democrático de Estados débiles y mal gobernados son objetivos generales de la política exterior estadounidense que, en efecto, son ambiciosos y plantean una pregunta obvia: ¿Estados Unidos está a la altura del desafío o, como algunos temen y afirman en estos días, Estados Unidos es un país en decadencia?
Debemos confiar en que la base del poderío de Estados Unidos es y seguirá siendo fuerte, ya que su origen está en el dinamismo, el vigor y la resistencia de la sociedad estadounidense. Estados Unidos aún posee la capacidad única de incorporar nuevos ciudadanos de cualquier raza, religión y cultura al tejido de la vida nacional y económica. Los mismos valores que llevan al éxito en Estados Unidos, también llevan al éxito en el mundo: perseverancia, innovación, espíritu empresarial. Todos estos hábitos positivos, y otros más, se refuerzan en nuestro sistema educativo, que encabeza al mundo al enseñar a los niños no lo que deben pensar, sino cómo pensar: cómo plantear los problemas de manera crítica y cómo resolverlos de manera creativa.
En efecto, uno de los desafíos del interés nacional es asegurarnos de que podemos proporcionar educación de calidad para todos, en especial para los niños marginados. El ideal estadounidense es uno de igualdad de oportunidades, no de igualdad de resultados. Este ideal es lo que mantiene unida a nuestra democracia multiétnica. Si alguna vez dejamos de creer que lo importante es a dónde se dirige uno y no de dónde proviene, entonces ciertamente perderemos confianza. Un Estados Unidos inseguro no puede ser líder. Nos encerraremos, veremos la competencia económica, el comercio exterior, la inversión y el complicado mundo allende nuestras costas no como desafíos que nuestro país puede superar, sino como amenazas que debemos evitar. Por esa razón, el acceso a la educación es esencial para el tema de la seguridad nacional.
También debemos confiar en que los cimientos del poder económico de Estados Unidos son sólidos y seguirán siéndolo. Incluso en medio de turbulencias financieras y crisis internacionales, la economía de Estados Unidos ha crecido más y con mayor rapidez desde 2001 que la economía de cualquier otro país industrializado. Estados Unidos continúa siendo, sin lugar a dudas, el motor del crecimiento económico global. Para seguir siéndolo, debemos encontrar fuentes de energía nuevas, más confiables y ecológicas. Las industrias del futuro están en el campo de la alta tecnología (incluido el de la energía limpia), en el que nuestro país ha sido líder durante años y en el que seguimos estando a la vanguardia en el mundo. Es verdad que otros países están experimentando un extraordinario y bienvenido crecimiento económico, pero Estados Unidos probablemente representará la mayor parte del PIB global durante las décadas venideras.
Incluso en nuestras instituciones gubernamentales de seguridad nacional, los cimientos del poderío estadounidense son más sólidos de lo que muchos suponen. A pesar de luchar en dos guerras y defendernos en un nuevo conflicto global, el gasto actual en defensa de Estados Unidos como porcentaje del PIB aún está muy por debajo del promedio durante la Guerra Fría. Las guerras en Afganistán e Iraq, en efecto, han ejercido una enorme presión sobre nuestro ejército, y el presidente Bush ha propuesto al Congreso una ampliación de nuestras fuerzas con 65 000 soldados y 27 000 infantes de marina. La experiencia de los últimos años ha puesto a prueba a nuestras fuerzas armadas, pero también ha preparado a una nueva generación de líderes militares para misiones de estabilización y contrainsurgencia, problemas que quizá serán más frecuentes en el futuro. Esta experiencia también ha reforzado la urgente necesidad de un nuevo tipo de colaboración entre nuestras instituciones militares y civiles. La necesidad es la madre de la invención, y los equipos provinciales de reconstrucción que hemos desplegado en Afganistán e Iraq son un modelo de cooperación cívico-militar para el futuro.
En el año 2000, en Foreign Affairs, critiqué el papel de Estados Unidos, particularmente el del Ejército estadounidense, en la construcción de Estados. En 2008, queda absolutamente claro que participaremos en la construcción de Estados durante muchos años. Pero no debe ser el Ejército de Estados Unidos el que tenga que hacerlo. Tampoco debe ser una misión que debamos asumir sólo cuando los Estados fracasan. Más bien, las instituciones civiles, como el nuevo Cuerpo Civil de Respuesta, deben guiar a los diplomáticos y a los trabajadores de desarrollo en una estrategia para hacer frente a nuestros desafíos de seguridad nacional en la que participe todo el gobierno. En primer lugar, debemos ayudar a los Estados débiles y que funcionan mal a fortalecerse y a reformarse para, así, prevenir su fracaso. Lo anterior requerirá la transformación y mejor integración de las instituciones de poder duro y poder blando de Estados Unidos, una tarea difícil y que nuestro gobierno ya ha iniciado. Desde 2001, el Presidente ha solicitado y el Congreso ha aprobado un incremento de alrededor del 54% para el financiamiento de nuestras instituciones diplomáticas y de desarrollo. Este año, el Presidente y yo solicitamos al Congreso que creara 1 100 nuevas plazas para el Departamento de Estado y 300 nuevas plazas para la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional. Los que vengan después de nosotros deben aprovechar esta base.
Quizá la principal preocupación no es que Estados Unidos no tenga capacidad de liderazgo global, sino que le falte voluntad. Los estadounidenses debemos participar en la política exterior porque lo tenemos que hacer y no porque lo deseemos: ésa es una actitud saludable; es la actitud de una república, no la de un imperio. En los últimos 8 años ha habido momentos en los que hemos tenido que hacer cosas nuevas y difíciles, cosas que, en ocasiones, han puesto a prueba la determinación y la paciencia del pueblo estadounidense. Nuestras acciones no siempre han sido populares o incluso comprendidas cabalmente. Las exigencias del 12 de septiembre de 2001 y de los días posteriores quizá ahora parezcan muy lejanas, pero las acciones de Estados Unidos estarán motivadas durante muchos, muchos años, por la seguridad de que estamos en una lucha desigual: necesitamos acertar siempre; los terroristas, sólo una vez. Sin embargo, me parece que a pesar de las diferencias que nosotros y nuestros aliados hemos tenido durante los últimos 8 años, ellos aún desean un Estados Unidos comprometido y seguro de sí mismo, porque hay pocos problemas en el mundo que puedan resolverse sin nosotros. También debemos aceptar eso.
A la postre, sin embargo, lo que será más determinante para saber si Estados Unidos puede tener éxito en el siglo XXI es nuestra imaginación. Esta característica de la personalidad estadounidense es la que mejor explica nuestro papel único en el mundo y surge de la manera como pensamos acerca de nuestro poder y de nuestros valores. La antigua dicotomía entre realismo e idealismo nunca se ha aplicado verdaderamente a Estados Unidos, porque realmente no aceptamos que nuestro interés nacional y nuestros valores universales se contrapongan. Para nuestro país, siempre ha sido una cuestión de perspectiva. Incluso cuando nuestros intereses y nuestros ideales entran en conflicto en el corto plazo, creemos que a la larga son inseparables.
Esto ha dejado a Estados Unidos en libertad para imaginar que el mundo siempre puede ser mejor —no perfecto, pero sí mejor— de lo que otros sistemáticamente han considerado posible. Estados Unidos imaginó que una Alemania democrática podría ser algún día la base para una Europa unificada, libre y en paz. Estados Unidos creyó que un Japón democrático podría ser algún día una fuente de paz en una Asia cada vez más libre y próspera. Estados Unidos tuvo fe en que los pueblos de los países bálticos serían independientes y, por lo tanto, llegó el día en que la OTAN llevó a cabo una cumbre en Riga, Letonia. Para hacer realidad éstas y otras ambiciosas metas que hemos imaginado, Estados Unidos con frecuencia ha preferido los predominios de poder que están a favor de nuestros valores sobre los equilibrios de poder que no lo están. Hemos hecho frente al mundo tal y como es, pero nunca hemos aceptado que no podemos cambiarlo. En efecto, hemos demostrado que, al unir el poder estadounidense con los valores estadounidenses, podíamos ayudar a amigos y aliados a ampliar las fronteras de lo que muchos pensaban que era realista en ese momento.
¿Cómo describir esta predisposición tan nuestra? Es realismo, en cierto modo. Pero es mucho más que eso: es lo que he llamado un realismo propio únicamente de Estados Unidos. Esto hace que seamos un país increíblemente impaciente. Vivimos en el futuro, no en el pasado. No pensamos demasiado en nuestra historia anterior. Eso ha hecho que nuestro país cometa errores en el pasado y seguramente cometeremos más errores en el futuro. Aun así, nuestra impaciencia por mejorar situaciones menos que ideales y acelerar el ritmo del cambio es la que impulsa nuestros logros más perdurables, tanto en casa como en el exterior.
Irónicamente, al mismo tiempo, este realismo propio únicamente de Estados Unidos también nos hace extremadamente pacientes. Sabemos lo largo y arduo que es el camino de la democracia. Reconocemos nuestro defecto de nacimiento: una constitución basada en un compromiso que redujo a cada uno de mis ancestros a tres quintas partes de un hombre. Sin embargo, estamos sanando viejas heridas y viviendo como un solo pueblo estadounidense, y esto ha moldeado nuestro compromiso con el mundo. Apoyamos la democracia no porque nos consideremos perfectos, sino porque sabemos que somos profundamente imperfectos. Esto nos da razones para ser humildes en nuestras propias iniciativas y pacientes con las iniciativas de los demás. Sabemos que los titulares de la actualidad rara vez se parecen al juicio de la historia.
Un orden internacional que refleje nuestros valores es la mejor garantía de nuestro interés nacional duradero, y Estados Unidos continúa teniendo una oportunidad única para moldear este resultado. De hecho, ya alcanzamos a vislumbrar algo de este mundo mejor. Lo vemos en las mujeres kuwaitíes que obtuvieron el derecho a votar en una sesión de consejo provincial en Kirkuk, y en el poco probable espectáculo de ver al Presidente estadounidense de pie con líderes democráticamente elegidos frente a las banderas de Afganistán, Iraq y el futuro Estado de Palestina. Darle forma a ese mundo será el trabajo de toda una generación, pero ya lo hemos hecho antes. Y si seguimos confiando en el poder de nuestros valores, podremos volver a tener éxito en una tarea como ésta.