Fernando del Pozo
Son los acontecimientos, más frecuentemente los dramáticos, los que trocean el curso de la historia facilitándonos su análisis, permitiéndonos olvidar que los pedazos forman parte de un continuo y así poder escrutarlos individualmente. A falta de tales referencias solemos utilizar los aniversarios terminados en cero como ocasión y apoyatura del análisis retrospectivo. En algún caso ambas circunstancias coinciden, reforzando así el evento, como ocurrió en el cincuentenario de la OTAN, que coincidió con la guerra de Kosovo, uno de los hitos más importantes en la historia de la organización, y que marcó un cierre de la etapa anterior, cómodamente enlatada con la marca “50”, y el comienzo de una nueva. El 60º aniversario de la OTAN no coincide –al menos por ahora, esperemos que así continúe– con ningún hecho de magnitud suficiente para constituir ese hito de referencia, pero parece obligado alumbrar la estela inmediata con la linterna de Coleridge para seguidamente llevarla a la proa y escrutar el futuro, que es lo que realmente importa.
La estela inmediata en realidad llega un poco más lejos que la guerra de Kosovo, por más que esto supusiera un importante hito para la Alianza Atlántica. Como es notorio, el punto temporal en que cambió, más que la OTAN, el mundo, fue la disolución de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia y la consiguiente terminación de la guerra fría. Desaparecido el enemigo por antonomasia, los pronósticos, e incluso deseos negativos, sobre la supervivencia de la OTAN abundaron, adornados por comentarios de tenor irónico de “OTAN, una solución en busca de un problema” o de pretensiones más clásicas “OTAN, ¿quo vadis?”.
Los aliados sin embargo, mientras resolvían el problema al habitual ritmo premioso que se estila en la avenida Leopoldo III en Bruselas, descubrieron, quizá con sorpresa, que la OTAN era precisamente la solución adecuada para los problemas que se estaban fraguando, los nuevos desafíos del comienzo del siglo XXI: las inestabilidades consecuentes a las disoluciones de Yugoslavia y de la Unión Soviética primero, los Estados fallidos, genocidios y enfrentamientos étnicos, y pronto el terrorismo yihadista, resultaron ser las nuevas amenazas a los valores que las naciones del espacio euroatlántico profesan y al modelo de sociedad que se habían dado a sí mismas.
Y esta solución, la herramienta que la OTAN proporcionaba, era algo tan sencillo como la combinación de dos elementos: un foro de debate y toma de decisiones por consenso de las naciones que comparten aquellos valores y la capacidad de operar militarmente a nivel multinacional, que a su vez se compone de una estructura común de mando y un mecanismo de generación de fuerzas. Una combinación simple pero que la OTAN ofrecía en exclusividad.
Esta capacidad militar, aunque fue generada a lo largo de los años para que las democracias pudieran contender colectivamente con la amenaza unitaria del comunismo soviético, lo que requería una estrategia relativamente rígida, planes detallados y fuerzas básicamente estáticas, proporcionó una organización y una experiencia. La transformación de esas fuerzas estáticas y esencialmente nacionales –la integración multinacional sólo se consideraba posible en el ámbito terrestre a niveles muy altos, como el de cuerpo de ejército– en expedicionarias e integradas o integrables a nivel tan bajo como brigada o incluso menos, y la creación de flexibles planes de contingencia, les permitieron actuar en operaciones de paz, donde la acción multinacional, por el plus de legitimidad que proporciona, facilita que la presencia sea inicialmente aceptada por parte de los contendientes, algo crucial para iniciar cualquier labor de interposición o mantenimiento de la paz, y, casi más importante, asegura el imprescindible apoyo de las propias opiniones públicas.
¿El momento de reformar la Alianza?
Sin embargo, a pesar de sus indudables servicios pasados y presentes, la OTAN cuenta hoy con no pocos críticos, incluso entre sus filas, con lo que la duda sobre su utilidad se mantiene viva. Así pues, es preciso preguntarse si esa utilidad, quizá mero fruto inesperado de su eficiente burocracia, es tan perfecta que no necesita mayores adaptaciones, o si por el contrario los moderados cambios hasta ahora llevados a cabo no son sino el tímido comienzo de una renovación más radical; o tal vez si en realidad lo que se necesita es su relevo por otra organización más moderna, con nuevas o superiores capacidades y, sobre todo, más adaptada a los nuevos desafíos.
Hay dos razones principales por las que la OTAN de hoy se ha convertido en un instrumento diferente del creado en 1949, templado y afilado durante la guerra fría.
La primera es que la organización ha postergado la defensa del territorio en su lista de prioridades, por falta de percepción de ese tipo de amenaza, y ha adoptado, en su lugar, la protección de intereses aliados en lugares a menudo alejados del área euroatlántica. Nadie, hace pocos años, hubiera relacionado el Hindu Kush, hoy escenario prioritario de la Alianza, con la defensa de Europa. Por ello, las sucesivas reorganizaciones de la estructura militar de la OTAN se han diseñado buscando una mayor capacidad expedicionaria, y sus planes militares, antes rígidos y numerosos, cada uno para una zona concreta y una situación determinada, se han refundido en unos pocos de contingencia, válidos para lugares y situaciones diversas, tal vez en zonas remotas. La consiguiente reducción de números en las fuerzas que las naciones tienen que aportar ha sido amplia e interesadamente interpretada por políticos y analistas como la recogida de los “dividendos de la paz”, pero en realidad las fuerzas resultantes, aunque menos numerosas, son más onerosas, por ser más dependientes de un transporte estratégico, de un adiestramiento exigente, de medios de mando y control compartidos, y de la posesión de material tecnológicamente avanzado. Esta realidad, casi 20 años después del fin de la guerra fría, no ha sido aún bien asumida por gobiernos que encuentran dificultades para persuadir a la opinión pública de la necesidad de unos gastos que en pocos casos llegan al dos por cien del PIB mutuamente exigido y prometido[2], porque cuesta percibir su relación con la prevención de peligros ciertos para sus vidas y haciendas.
La segunda es la expansión en número de aliados, que casi se han duplicado en 10 años, a la vez que se mantiene el principio del consenso como sistema de toma de decisiones. A ello hay que añadir una similar expansión del Consejo de Asociación Euroatlántico (EAPC, en inglés), que ahora cuenta nada menos que con 50 miembros, y el añadido de otras organizaciones “satélite”, como el Diálogo Mediterráneo (MD, en inglés) y el Istanbul Cooperation Initiative (ICI).
La cuestión que ahora nos acucia es si al incorporar todos estos cambios, la OTAN se ha adaptado de manera suficiente al nuevo entorno estratégico, o si con ello se han introducido unas debilidades antes inexistentes.
El casi olvidado artículo 12 del Tratado de Washington establece: “Cuando el tratado lleve 10 años de vigencia, o en cualquier fecha posterior, las partes mantendrán, si cualquiera de ellas lo solicita, consultas mutuas con vistas a revisar el tratado teniendo en cuenta los factores que en dicho momento puedan afectar a la paz y la seguridad en la zona del Atlántico Norte, incluyendo el desarrollo de acuerdos tanto de ámbito mundial como regional, concluidos de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales”.
Parece obvio que la desaparición de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia constituyen algunos de esos “factores que afectan a la paz y seguridad en la zona del Atlántico Norte”, afortunadamente en este caso de manera positiva. Es igualmente claro que, con el lanzamiento de la política europea de seguridad y defensa (PESD) en la Unión Europea y anteriormente de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, así como la reducción al estado de dormant de la Unión Europea Occidental, también se han “desarrollado acuerdos tanto de ámbito mundial como regional, concluidos de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas [...]” que afectan a la paz y seguridad de la zona. En el plano negativo, el empleo del terrorismo como arma por organizaciones yihadistas que, aunque existente con anterioridad, entró dramáticamente en escena el 11 de septiembre de 2001, es, sin duda, otro factor que afecta a la estabilidad mundial. Si añadimos a ello la evidencia de que las operaciones en que se ha empeñado la OTAN estos últimos años, aunque con el consenso de todos los aliados, no encuentran fácil acomodo en la literalidad del tratado, la revisión de éste resulta más que justificada.
Pero no basta con saber que los aliados son capaces de acordar acciones específicas para casos particulares. Il n’est pas seulement important qu’une chose marche en pratique (no sólo es importante que algo funcione en la práctica) reza un sabio aforismo francés, mais il faut se demander si elle marcherait en thèorie (hay que preguntarse si funcionaría en teoría). Y esto es así porque si no, con meros acuerdos caso por caso, la próxima puesta en práctica en otro caso diferente puede fracasar. Es pues preciso consagrar la práctica en el nivel teórico, y acordar qué hay que reformar de éste, para qué y cómo. Este acuerdo, sin embargo, es muy difícil de alcanzar, y la razón está en las diferentes concepciones que las naciones aliadas tienen sobre la utilidad de la OTAN. Un grupo importante de ellas, compuesto por las llegadas después de la desaparición del Pacto de Varsovia, antiguas repúblicas socialistas soviéticas o ex miembros del pacto, se incorporaron al Tratado del Atlántico Norte buscando refugio contra los tics imperialistas del antiguo amo, refugio que sólo proporciona precisamente el artículo 5, el de la defensa común.
Otras naciones, como Francia, con el objetivo de despejar el terreno para lo que desean sea un crecimiento en capacidad y responsabilidades de la UE –de la que aún se siente el principal valedor a pesar de la negativa popular en 2005 al Tratado Constitucional– intentan acotar las actuaciones OTAN apoyándose para ello en la literalidad del Tratado de Washington. El argumento empleado es, básicamente, que los conflictos de hoy sólo se pueden resolver con el uso concertado de medios diplomáticos, económicos y otros, además de los militares. La Alianza, según esta teoría, debido a que su esencia es la defensa colectiva, está constreñida a emplear sólo los últimos, mientras que la UE tiene feliz e intrínsecamente acceso a todos.
Finalmente, otras naciones, como Turquía, con la opuesta finalidad de limitar una UE que percibe refractaria a sus deseos de unirse, busca en la interpretación estricta de tratado –y en los acuerdos llamados Berlín Plus, hechos en tal espíritu– la herramienta para oponerse a toda cooperación entre ambas organizaciones, tomándose de paso cumplida venganza por una entrada de Chipre en la UE que incumplió, a ojos de Ankara, las condiciones previamente pactadas. Por tanto, el número de enemigos de revisar el tratado es grande, y sus finalidades dispares.
El camino más modesto para promulgar un nuevo Concepto Estratégico también se ha intentado, aunque sin éxito por una serie de razones coyunturales: fundamentalmente el cambio de presidencia en Estados Unidos entre las cumbres de 2008 y 2009, que impedía que tal concepto pudiera ser el “legado” del presidente saliente, pero sin que el entrante tuviera suficiente oportunidad de ejercer su influencia, y habiendo perdido la ocasión que ofrecía la coincidencia de las dos cumbres, con un próximo cambio de secretario general, y con elecciones el próximo otoño en Alemania –el mayor impulsor de un nuevo Concepto Estratégico– no parece se vaya a presentar uno nuevo antes de dos o tres años. Sólo se ha autorizado la elaboración de un documento llamado “Declaración sobre la Seguridad de la Alianza” que, una vez aprobado en la cumbre del 3-4 de abril como está previsto, pudiera servir de base al deseable y futuro Concepto Estratégico.
La expansión de la Alianza hacia el Este ha introducido también nuevos problemas. Mientras que anteriores incorporaciones a la OTAN –Grecia y Turquía en 1951, Alemania en 1954 y España en 1981– respondían a una lógica compartida por todos los aliados, las que han seguido después –República Checa, Hungría y Polonia en 1997, Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia en 2003, Albania y Croacia, además de Macedonia, ya decididas en la cumbre de 2008, pero aún en proceso– han ido respondiendo a una lógica política diferente, con una relación con una Europa unida y coherente cada vez más tenue. Los acuerdos de EE UU con Polonia y República Checa para la instalación de un sistema de defensa antimisil (ABM), y el reciente intento de Washington, abortado por la oposición europea y sentenciado de momento por lo sucedido en Georgia el pasado agosto, de incorporar a Ucrania y Georgia, que como era previsible despertaron las iras rusas, permiten identificar en todo este proceso una estrategia, ciertamente OTAN en cuanto a que ha sido consensuada, pero más americana que europea, y que parece haber hecho abstracción de las realidades geopolíticas.
La sensación rusa de asedio –una obsesión siempre presente pero ahora acrecentada– y el tal vez poco meditado afán político americano de importar ciertos países a la OTAN, con olvido de algunas notorias dificultades en el campo de la seguridad con tal de abrir el camino a Bakú, han sido y aún son problemas innecesariamente añadidos a la ya notable panoplia de ellos que los aliados deben examinar y resolver.
El resultado es peor que la mera prosecución de objetivos poco claros. La cohesión de la Alianza se ha resentido visiblemente, al punto de que como es bien sabido el ex secretario de Defensa americano Donald Rumsfeld pudo agrandar la grieta abierta por la intervención en Irak refiriéndose a “la vieja y la nueva Europa”, enviando con ello un mensaje malvado por lo verosímil. La comunidad de intereses es hoy más dudosa. Los nuevos aliados traen sus propios problemas; véanse las humillantes condiciones griegas para hacer efectiva la acordada incorporación de Macedonia, la hostilidad entre Estonia y Rusia que eclosionó en un potente “ciberataque” de la última a la primera en abril de 2007, la carencia de defensa aérea propia de las tres repúblicas bálticas (e Islandia y Eslovenia), añadiendo así una carga a los demás aliados, o el envalentonamiento del presidente georgiano, Mijail Saakhasvili, por la promesa de ingreso en la OTAN en la cumbre de 2008 y la devastadora respuesta rusa –por si no fueran suficientes las endémicas y debilitantes diferencias entre Grecia y Turquía–.
La percepción que cada aliado tiene de la seguridad (¿colectiva?) y de los riesgos que la amenazan es diferente, con lo que donde antes había una percepción compartida del problema estratégico que la OTAN resolvía, ahora hay casi tantas como aliados. Incluso en el seno de una operación real, la ISAF (Fuerza Internacional de Seguridad y Asistencia en Afganistán), la más importante que tiene la Alianza en curso, ha sido preciso crear una estructura de mando más compleja de lo que reclamaría la entidad de la fuerza implicada, con objeto de acomodar la considerable diferencia entre la estrategia de EE UU y la de un cierto número de aliados europeos.
En pocas palabras, sea cual sea el objetivo servido por el proceso de expansión hacia el Este, se ha hecho evidente que conforme aumenta el número de aliados la cohesión se reduce y el número y variedad de riesgos aumenta. La respuesta, pues, a la pregunta planteada más arriba es que la expansión probablemente crea un problema de cohesión interior tal vez mayor que los problemas de política exterior que resuelve.
OTAN ‘versus’ PESD
En esta tesitura, el siguiente paso en el razonamiento es preguntarse si existen organizaciones, actuales o posibles pero viables, que pudieran reemplazar a la OTAN en esa función de proporcionar seguridad a la sociedad euroatlántica. La primera candidata que se ofrece al pensamiento es la PESD, que va adquiriendo poco a poco una estructura y unas fuerzas que le permiten llevar a cabo operaciones militares, como Althea en Bosnia-Herzegovina o Atalanta en las costas de Somalia, que hasta ahora hubieran sido consideradas privativas de la OTAN. Además, se argumenta, la PESD puede aportar medios y mecanismos, como los diplomáticos, económicos, legales y policiales, de los que la OTAN en principio carece (aunque es de suponer que, siendo nacionales[3], estarían igualmente a disposición de la OTAN si los aliados decidieran utilizarlos).
Se ha mencionado que la capacidad de operar a nivel multinacional es uno de los principales activos, si no el principal, de la OTAN. Pero esa experiencia no es ya privativa de la organización. Formada en su mayoría por aliados (y el resto menos uno pertenecientes a la Asociación para la Paz, por tanto también educados en la misma cultura) la UE ha incorporado mucho de la doctrina y experiencia de la OTAN, y sobre todo la vital capacidad de operar de manera multinacional, aunque la carencia de una estructura de mando permanente –cuyo embrión estuvo a punto de ser establecido en Tervuren, Bruselas, pero faltó la decisión final– la limita a generar fuerzas y encomendar su mando a cuarteles generales nacionales o creados ad hoc, a veces con una precaria multinacionalidad. Con estas carencias, y sin el enorme potencial de EE UU, la UE hace de la necesidad virtud y se ha aplicado en la tarea de participar en la resolución de crisis con el uso concertado de medios civiles –políticos, diplomáticos, económicos, legales, policiales– y militares. El resultado de este empeño, teóricamente excelente[4], es aún imposible de evaluar, pues la doctrina que ha de preceder a la acción aún no está desarrollada, y las operaciones que la UE ha acometido han sido o de escasa entidad (Darfur, República Democrática del Congo) o sucediendo a la OTAN para mantener presencia cuando el problema básico ya está resuelto (Althea en Bosnia, la más importante de la UE por ahora)[5], o puramente civiles donde la OTAN, con su presencia militar, proporciona la seguridad necesaria (Eulex en Kosovo y Afganistán).
Pero la insistencia de los europeos en que las crisis de seguridad hay que acometerlas con más medios que los militares tiene orígenes más amplios que la insuficiencia de estos últimos (lo que de todos modos es discutible)[6]. Hoy hay en Europa una positiva renuencia a utilizar incluso los medios que realmente se poseen. Si esto se debe al antibelicismo resultante de la vacuna contra la violencia organizada que supusieron las devastaciones del siglo XX, pues hasta entonces Europa nada tenía de pacifista, es debatible, pero es claro que para llevar a cabo una acción militar, Europa hoy necesita que alguien la galvanice, y eso sólo puede ocurrir en el seno de la OTAN. No es razonable esperar que la UE adopte por su cuenta las mismas medidas militares a las que se resiste tenazmente cuando se proponen en el seno de la OTAN, generalmente por EE UU. Como demostración, la Unión en su aún nonata Constitución acepta que, al menos para algunos Estados miembros, la defensa común está suficientemente servida con el Tratado del Atlántico Norte.
Podemos concluir que la sucesión de la OTAN por la UE dista de ser algo alcanzable al menos a medio plazo. Si en un futuro, aún lejano, la UE consiguiera algunas de esas cotas de supranacionalidad a las que aspira, podría traer consigo el abandono del principio del consenso en beneficio de la más ágil votación mayoritaria, con lo que algunos de los problemas generados por la ampliación, que también hace cada vez menos coherente a la Unión, podrían resolverse. Por otro lado, la supranacionalidad seguramente obligaría a articular distintos niveles de pertenencia, lo que aumentaría ese déficit de coherencia. En todo caso, estas formidables transformaciones de la UE, con sus pros y sus contras, no parece vayan a ocurrir muy pronto.
La OSCE es a veces citada como la que podría aportar esas otras dimensiones de las que la OTAN carece. Ciertamente algunos ven en ella una especie de Organización de las Naciones Unidas regional, y tal es el papel que desempeñó en algunos periodos de la desmembración de Yugoslavia. Pero tal carácter, al mismo tiempo que le proporciona una cierta dignidad de dispensador de legitimidad, la hace inadecuada para el papel que buscamos. Asimismo, se encuentra fuertemente contestada por Rusia, que se duele de no poder controlar una organización de seguridad colectiva de la que es miembro de pleno derecho. Es innecesario añadir que ello es la demostración clara de que la organización de seguridad que necesitamos deberá estar formada exclusivamente por naciones democráticas –sin extravagantes adjetivos como el de “soberana” que adorna a la peculiar democracia rusa– que compartan intereses y estilos de sociedad. Bastante difícil es ya armonizar las decisiones en foros con esas garantías, como la OTAN y la UE, como para intentar acciones comunes en el campo de la seguridad colectiva con participantes tan dispares como los que integran la OSCE.
La otra posibilidad de reemplazar a la OTAN sería una “unión de las democracias” hoy inexistente, compuesta básicamente por los actuales aliados más otras naciones de sólidas credenciales democráticas, como Australia, Brasil, Israel, Japón, Nueva Zelanda, etcétera. Si tal organización debe ser ex novo o generada mediante una expansión adicional de la Alianza serían alternativas a debatir. El argumento tiene el mérito indudable de que alguno de los citados, y alguno más no citado, serían netos contribuyentes de seguridad, así demostrado por sus contribuciones a la ISAF por ejemplo (aunque el caso de Israel, constantemente incluido en las listas de este debate, es francamente dudoso en cuanto a la seguridad que podría contribuir; la prueba indirecta pero convincente es que no puede enviar fuerzas a Afganistán u otro teatro, no por que no las tenga o no estén bien dotadas y adiestradas, bien al contrario, sino porque las necesita todas para sus propios y acuciantes fines nacionales; en definitiva, está lejos de poder ser un contribuyente neto de seguridad).
Curiosamente ese deseo de expandir el vínculo transatlántico (Norte) hasta el Atlántico Sur y el Pacífico es más citado en círculos políticos y académicos europeos o americanos que en las propias naciones aludidas que, a diferencia de los antiguos miembros de la URSS o del Pacto de Varsovia, no han hecho ninguna manifestación de desear unirse al club, por lo que la viabilidad del proyecto no parece asegurada. En todo caso, se trataría de un instrumento nuevo que, solventando los problemas de la inoperancia de una ONU debilitada por el enorme número y diversidad ideológica de sus miembros, pudiera dar a las operaciones de paz de la comunidad euroatlántica la legitimidad que, a menudo inútilmente, se busca en la ONU y su Consejo de Seguridad. Pero ese papel, sin duda importante, sólo sería posible si esa organización fuera independiente, no el resultado de un crecimiento de la OTAN o su reemplazo.
Una estrategia para el siglo XXI
Así pues, no parece fácil encontrar un sustituto a la Alianza. Lo previsible es que en el próximo futuro aparezcan nuevas o viejas crisis que requieran acción de las democracias occidentales, y el mejor instrumento para contender con ellas es todavía la OTAN. Su estructura de mando permanente, su experiencia acumulada, y la pertenencia de EE UU con su inmenso potencial militar, económico y diplomático, ponen a la Alianza muy por delante de su distante competidor, la UE, para resolver crisis de cierta entidad, y otras organizaciones hipotéticas son incluso menos viables.
Si, por tanto, la herramienta es indispensable, y la necesidad de usarla recurrente, no queda otra opción sino adaptarla, templarla y afilarla para las nuevas tareas. El ambiente estratégico y ella misma han cambiado tan radicalmente, tanto geográfica como políticamente, que los antiguos textos y tradicionales doctrinas no sirven para los problemas de hoy. Si como parece no resulta posible revisar el Tratado de Washington, es preciso lanzar lo antes posible el estudio de un nuevo Concepto Estratégico que, partiendo de la Declaración sobre la Seguridad de la Alianza que se está redactando, describa los nuevos riesgos y amenazas, y extrayendo las adecuadas conclusiones promulgue las nuevas misiones y consiguientes estructuras. En una palabra: que adapte la OTAN al ambiente estratégico del siglo XXI.
Notas:
[1] Este artículo fue publicado originalmente en la revista Política Exterior, número 128.
[2] De las 25 naciones aliadas con fuerzas armadas, sólo seis superan esa cifra acordada. España gasta aproximadamente el 1,2 por cien, superando solamente a Bélgica, Hungría y Luxemburgo.
[3] Uno de los proyectos más acariciados en la UE es la creación de un servicio exterior, que se habrá de materializar cuando entre en vigor el Tratado de Lisboa. Éste será el primer medio de acción de la UE, si no supranacional, al menos no estrictamente nacional. La OTAN, además de la estructura de mando, tiene colectivamente los aviones Awacs, la red de centros de mando de operaciones aéreas (CAOCs), y en el próximo futuro el Alliance Ground Surveillance.
[4] La OTAN también está tratando de incorporar estas ideas en su acervo doctrinal, bajo los nombres de Comprehensive Approach y Effects Based Approach to Operations (EBAO).
[5] La operación naval Atalanta también sucede a una operación OTAN, la Allied Provider, pero no se puede decir que el problema original haya quedado resuelto antes de la entrada de la UE. Ni siquiera la UE parece aspirar a resolverlo, pues en lugar de un end state de la operación ha promulgado meramente una end date (12 de diciembre de 2009).
[6] Un ejemplo frecuente y justamente citado es el de que las naciones europeas de la OTAN poseen entre todas unos 1.400 helicópteros militares, y sin embargo no han sido capaces estos últimos años de desplegar en Afganistán más allá de unas dos docenas al tiempo.
Son los acontecimientos, más frecuentemente los dramáticos, los que trocean el curso de la historia facilitándonos su análisis, permitiéndonos olvidar que los pedazos forman parte de un continuo y así poder escrutarlos individualmente. A falta de tales referencias solemos utilizar los aniversarios terminados en cero como ocasión y apoyatura del análisis retrospectivo. En algún caso ambas circunstancias coinciden, reforzando así el evento, como ocurrió en el cincuentenario de la OTAN, que coincidió con la guerra de Kosovo, uno de los hitos más importantes en la historia de la organización, y que marcó un cierre de la etapa anterior, cómodamente enlatada con la marca “50”, y el comienzo de una nueva. El 60º aniversario de la OTAN no coincide –al menos por ahora, esperemos que así continúe– con ningún hecho de magnitud suficiente para constituir ese hito de referencia, pero parece obligado alumbrar la estela inmediata con la linterna de Coleridge para seguidamente llevarla a la proa y escrutar el futuro, que es lo que realmente importa.
La estela inmediata en realidad llega un poco más lejos que la guerra de Kosovo, por más que esto supusiera un importante hito para la Alianza Atlántica. Como es notorio, el punto temporal en que cambió, más que la OTAN, el mundo, fue la disolución de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia y la consiguiente terminación de la guerra fría. Desaparecido el enemigo por antonomasia, los pronósticos, e incluso deseos negativos, sobre la supervivencia de la OTAN abundaron, adornados por comentarios de tenor irónico de “OTAN, una solución en busca de un problema” o de pretensiones más clásicas “OTAN, ¿quo vadis?”.
Los aliados sin embargo, mientras resolvían el problema al habitual ritmo premioso que se estila en la avenida Leopoldo III en Bruselas, descubrieron, quizá con sorpresa, que la OTAN era precisamente la solución adecuada para los problemas que se estaban fraguando, los nuevos desafíos del comienzo del siglo XXI: las inestabilidades consecuentes a las disoluciones de Yugoslavia y de la Unión Soviética primero, los Estados fallidos, genocidios y enfrentamientos étnicos, y pronto el terrorismo yihadista, resultaron ser las nuevas amenazas a los valores que las naciones del espacio euroatlántico profesan y al modelo de sociedad que se habían dado a sí mismas.
Y esta solución, la herramienta que la OTAN proporcionaba, era algo tan sencillo como la combinación de dos elementos: un foro de debate y toma de decisiones por consenso de las naciones que comparten aquellos valores y la capacidad de operar militarmente a nivel multinacional, que a su vez se compone de una estructura común de mando y un mecanismo de generación de fuerzas. Una combinación simple pero que la OTAN ofrecía en exclusividad.
Esta capacidad militar, aunque fue generada a lo largo de los años para que las democracias pudieran contender colectivamente con la amenaza unitaria del comunismo soviético, lo que requería una estrategia relativamente rígida, planes detallados y fuerzas básicamente estáticas, proporcionó una organización y una experiencia. La transformación de esas fuerzas estáticas y esencialmente nacionales –la integración multinacional sólo se consideraba posible en el ámbito terrestre a niveles muy altos, como el de cuerpo de ejército– en expedicionarias e integradas o integrables a nivel tan bajo como brigada o incluso menos, y la creación de flexibles planes de contingencia, les permitieron actuar en operaciones de paz, donde la acción multinacional, por el plus de legitimidad que proporciona, facilita que la presencia sea inicialmente aceptada por parte de los contendientes, algo crucial para iniciar cualquier labor de interposición o mantenimiento de la paz, y, casi más importante, asegura el imprescindible apoyo de las propias opiniones públicas.
¿El momento de reformar la Alianza?
Sin embargo, a pesar de sus indudables servicios pasados y presentes, la OTAN cuenta hoy con no pocos críticos, incluso entre sus filas, con lo que la duda sobre su utilidad se mantiene viva. Así pues, es preciso preguntarse si esa utilidad, quizá mero fruto inesperado de su eficiente burocracia, es tan perfecta que no necesita mayores adaptaciones, o si por el contrario los moderados cambios hasta ahora llevados a cabo no son sino el tímido comienzo de una renovación más radical; o tal vez si en realidad lo que se necesita es su relevo por otra organización más moderna, con nuevas o superiores capacidades y, sobre todo, más adaptada a los nuevos desafíos.
Hay dos razones principales por las que la OTAN de hoy se ha convertido en un instrumento diferente del creado en 1949, templado y afilado durante la guerra fría.
La primera es que la organización ha postergado la defensa del territorio en su lista de prioridades, por falta de percepción de ese tipo de amenaza, y ha adoptado, en su lugar, la protección de intereses aliados en lugares a menudo alejados del área euroatlántica. Nadie, hace pocos años, hubiera relacionado el Hindu Kush, hoy escenario prioritario de la Alianza, con la defensa de Europa. Por ello, las sucesivas reorganizaciones de la estructura militar de la OTAN se han diseñado buscando una mayor capacidad expedicionaria, y sus planes militares, antes rígidos y numerosos, cada uno para una zona concreta y una situación determinada, se han refundido en unos pocos de contingencia, válidos para lugares y situaciones diversas, tal vez en zonas remotas. La consiguiente reducción de números en las fuerzas que las naciones tienen que aportar ha sido amplia e interesadamente interpretada por políticos y analistas como la recogida de los “dividendos de la paz”, pero en realidad las fuerzas resultantes, aunque menos numerosas, son más onerosas, por ser más dependientes de un transporte estratégico, de un adiestramiento exigente, de medios de mando y control compartidos, y de la posesión de material tecnológicamente avanzado. Esta realidad, casi 20 años después del fin de la guerra fría, no ha sido aún bien asumida por gobiernos que encuentran dificultades para persuadir a la opinión pública de la necesidad de unos gastos que en pocos casos llegan al dos por cien del PIB mutuamente exigido y prometido[2], porque cuesta percibir su relación con la prevención de peligros ciertos para sus vidas y haciendas.
La segunda es la expansión en número de aliados, que casi se han duplicado en 10 años, a la vez que se mantiene el principio del consenso como sistema de toma de decisiones. A ello hay que añadir una similar expansión del Consejo de Asociación Euroatlántico (EAPC, en inglés), que ahora cuenta nada menos que con 50 miembros, y el añadido de otras organizaciones “satélite”, como el Diálogo Mediterráneo (MD, en inglés) y el Istanbul Cooperation Initiative (ICI).
La cuestión que ahora nos acucia es si al incorporar todos estos cambios, la OTAN se ha adaptado de manera suficiente al nuevo entorno estratégico, o si con ello se han introducido unas debilidades antes inexistentes.
El casi olvidado artículo 12 del Tratado de Washington establece: “Cuando el tratado lleve 10 años de vigencia, o en cualquier fecha posterior, las partes mantendrán, si cualquiera de ellas lo solicita, consultas mutuas con vistas a revisar el tratado teniendo en cuenta los factores que en dicho momento puedan afectar a la paz y la seguridad en la zona del Atlántico Norte, incluyendo el desarrollo de acuerdos tanto de ámbito mundial como regional, concluidos de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales”.
Parece obvio que la desaparición de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia constituyen algunos de esos “factores que afectan a la paz y seguridad en la zona del Atlántico Norte”, afortunadamente en este caso de manera positiva. Es igualmente claro que, con el lanzamiento de la política europea de seguridad y defensa (PESD) en la Unión Europea y anteriormente de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, así como la reducción al estado de dormant de la Unión Europea Occidental, también se han “desarrollado acuerdos tanto de ámbito mundial como regional, concluidos de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas [...]” que afectan a la paz y seguridad de la zona. En el plano negativo, el empleo del terrorismo como arma por organizaciones yihadistas que, aunque existente con anterioridad, entró dramáticamente en escena el 11 de septiembre de 2001, es, sin duda, otro factor que afecta a la estabilidad mundial. Si añadimos a ello la evidencia de que las operaciones en que se ha empeñado la OTAN estos últimos años, aunque con el consenso de todos los aliados, no encuentran fácil acomodo en la literalidad del tratado, la revisión de éste resulta más que justificada.
Pero no basta con saber que los aliados son capaces de acordar acciones específicas para casos particulares. Il n’est pas seulement important qu’une chose marche en pratique (no sólo es importante que algo funcione en la práctica) reza un sabio aforismo francés, mais il faut se demander si elle marcherait en thèorie (hay que preguntarse si funcionaría en teoría). Y esto es así porque si no, con meros acuerdos caso por caso, la próxima puesta en práctica en otro caso diferente puede fracasar. Es pues preciso consagrar la práctica en el nivel teórico, y acordar qué hay que reformar de éste, para qué y cómo. Este acuerdo, sin embargo, es muy difícil de alcanzar, y la razón está en las diferentes concepciones que las naciones aliadas tienen sobre la utilidad de la OTAN. Un grupo importante de ellas, compuesto por las llegadas después de la desaparición del Pacto de Varsovia, antiguas repúblicas socialistas soviéticas o ex miembros del pacto, se incorporaron al Tratado del Atlántico Norte buscando refugio contra los tics imperialistas del antiguo amo, refugio que sólo proporciona precisamente el artículo 5, el de la defensa común.
Otras naciones, como Francia, con el objetivo de despejar el terreno para lo que desean sea un crecimiento en capacidad y responsabilidades de la UE –de la que aún se siente el principal valedor a pesar de la negativa popular en 2005 al Tratado Constitucional– intentan acotar las actuaciones OTAN apoyándose para ello en la literalidad del Tratado de Washington. El argumento empleado es, básicamente, que los conflictos de hoy sólo se pueden resolver con el uso concertado de medios diplomáticos, económicos y otros, además de los militares. La Alianza, según esta teoría, debido a que su esencia es la defensa colectiva, está constreñida a emplear sólo los últimos, mientras que la UE tiene feliz e intrínsecamente acceso a todos.
Finalmente, otras naciones, como Turquía, con la opuesta finalidad de limitar una UE que percibe refractaria a sus deseos de unirse, busca en la interpretación estricta de tratado –y en los acuerdos llamados Berlín Plus, hechos en tal espíritu– la herramienta para oponerse a toda cooperación entre ambas organizaciones, tomándose de paso cumplida venganza por una entrada de Chipre en la UE que incumplió, a ojos de Ankara, las condiciones previamente pactadas. Por tanto, el número de enemigos de revisar el tratado es grande, y sus finalidades dispares.
El camino más modesto para promulgar un nuevo Concepto Estratégico también se ha intentado, aunque sin éxito por una serie de razones coyunturales: fundamentalmente el cambio de presidencia en Estados Unidos entre las cumbres de 2008 y 2009, que impedía que tal concepto pudiera ser el “legado” del presidente saliente, pero sin que el entrante tuviera suficiente oportunidad de ejercer su influencia, y habiendo perdido la ocasión que ofrecía la coincidencia de las dos cumbres, con un próximo cambio de secretario general, y con elecciones el próximo otoño en Alemania –el mayor impulsor de un nuevo Concepto Estratégico– no parece se vaya a presentar uno nuevo antes de dos o tres años. Sólo se ha autorizado la elaboración de un documento llamado “Declaración sobre la Seguridad de la Alianza” que, una vez aprobado en la cumbre del 3-4 de abril como está previsto, pudiera servir de base al deseable y futuro Concepto Estratégico.
La expansión de la Alianza hacia el Este ha introducido también nuevos problemas. Mientras que anteriores incorporaciones a la OTAN –Grecia y Turquía en 1951, Alemania en 1954 y España en 1981– respondían a una lógica compartida por todos los aliados, las que han seguido después –República Checa, Hungría y Polonia en 1997, Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia en 2003, Albania y Croacia, además de Macedonia, ya decididas en la cumbre de 2008, pero aún en proceso– han ido respondiendo a una lógica política diferente, con una relación con una Europa unida y coherente cada vez más tenue. Los acuerdos de EE UU con Polonia y República Checa para la instalación de un sistema de defensa antimisil (ABM), y el reciente intento de Washington, abortado por la oposición europea y sentenciado de momento por lo sucedido en Georgia el pasado agosto, de incorporar a Ucrania y Georgia, que como era previsible despertaron las iras rusas, permiten identificar en todo este proceso una estrategia, ciertamente OTAN en cuanto a que ha sido consensuada, pero más americana que europea, y que parece haber hecho abstracción de las realidades geopolíticas.
La sensación rusa de asedio –una obsesión siempre presente pero ahora acrecentada– y el tal vez poco meditado afán político americano de importar ciertos países a la OTAN, con olvido de algunas notorias dificultades en el campo de la seguridad con tal de abrir el camino a Bakú, han sido y aún son problemas innecesariamente añadidos a la ya notable panoplia de ellos que los aliados deben examinar y resolver.
El resultado es peor que la mera prosecución de objetivos poco claros. La cohesión de la Alianza se ha resentido visiblemente, al punto de que como es bien sabido el ex secretario de Defensa americano Donald Rumsfeld pudo agrandar la grieta abierta por la intervención en Irak refiriéndose a “la vieja y la nueva Europa”, enviando con ello un mensaje malvado por lo verosímil. La comunidad de intereses es hoy más dudosa. Los nuevos aliados traen sus propios problemas; véanse las humillantes condiciones griegas para hacer efectiva la acordada incorporación de Macedonia, la hostilidad entre Estonia y Rusia que eclosionó en un potente “ciberataque” de la última a la primera en abril de 2007, la carencia de defensa aérea propia de las tres repúblicas bálticas (e Islandia y Eslovenia), añadiendo así una carga a los demás aliados, o el envalentonamiento del presidente georgiano, Mijail Saakhasvili, por la promesa de ingreso en la OTAN en la cumbre de 2008 y la devastadora respuesta rusa –por si no fueran suficientes las endémicas y debilitantes diferencias entre Grecia y Turquía–.
La percepción que cada aliado tiene de la seguridad (¿colectiva?) y de los riesgos que la amenazan es diferente, con lo que donde antes había una percepción compartida del problema estratégico que la OTAN resolvía, ahora hay casi tantas como aliados. Incluso en el seno de una operación real, la ISAF (Fuerza Internacional de Seguridad y Asistencia en Afganistán), la más importante que tiene la Alianza en curso, ha sido preciso crear una estructura de mando más compleja de lo que reclamaría la entidad de la fuerza implicada, con objeto de acomodar la considerable diferencia entre la estrategia de EE UU y la de un cierto número de aliados europeos.
En pocas palabras, sea cual sea el objetivo servido por el proceso de expansión hacia el Este, se ha hecho evidente que conforme aumenta el número de aliados la cohesión se reduce y el número y variedad de riesgos aumenta. La respuesta, pues, a la pregunta planteada más arriba es que la expansión probablemente crea un problema de cohesión interior tal vez mayor que los problemas de política exterior que resuelve.
OTAN ‘versus’ PESD
En esta tesitura, el siguiente paso en el razonamiento es preguntarse si existen organizaciones, actuales o posibles pero viables, que pudieran reemplazar a la OTAN en esa función de proporcionar seguridad a la sociedad euroatlántica. La primera candidata que se ofrece al pensamiento es la PESD, que va adquiriendo poco a poco una estructura y unas fuerzas que le permiten llevar a cabo operaciones militares, como Althea en Bosnia-Herzegovina o Atalanta en las costas de Somalia, que hasta ahora hubieran sido consideradas privativas de la OTAN. Además, se argumenta, la PESD puede aportar medios y mecanismos, como los diplomáticos, económicos, legales y policiales, de los que la OTAN en principio carece (aunque es de suponer que, siendo nacionales[3], estarían igualmente a disposición de la OTAN si los aliados decidieran utilizarlos).
Se ha mencionado que la capacidad de operar a nivel multinacional es uno de los principales activos, si no el principal, de la OTAN. Pero esa experiencia no es ya privativa de la organización. Formada en su mayoría por aliados (y el resto menos uno pertenecientes a la Asociación para la Paz, por tanto también educados en la misma cultura) la UE ha incorporado mucho de la doctrina y experiencia de la OTAN, y sobre todo la vital capacidad de operar de manera multinacional, aunque la carencia de una estructura de mando permanente –cuyo embrión estuvo a punto de ser establecido en Tervuren, Bruselas, pero faltó la decisión final– la limita a generar fuerzas y encomendar su mando a cuarteles generales nacionales o creados ad hoc, a veces con una precaria multinacionalidad. Con estas carencias, y sin el enorme potencial de EE UU, la UE hace de la necesidad virtud y se ha aplicado en la tarea de participar en la resolución de crisis con el uso concertado de medios civiles –políticos, diplomáticos, económicos, legales, policiales– y militares. El resultado de este empeño, teóricamente excelente[4], es aún imposible de evaluar, pues la doctrina que ha de preceder a la acción aún no está desarrollada, y las operaciones que la UE ha acometido han sido o de escasa entidad (Darfur, República Democrática del Congo) o sucediendo a la OTAN para mantener presencia cuando el problema básico ya está resuelto (Althea en Bosnia, la más importante de la UE por ahora)[5], o puramente civiles donde la OTAN, con su presencia militar, proporciona la seguridad necesaria (Eulex en Kosovo y Afganistán).
Pero la insistencia de los europeos en que las crisis de seguridad hay que acometerlas con más medios que los militares tiene orígenes más amplios que la insuficiencia de estos últimos (lo que de todos modos es discutible)[6]. Hoy hay en Europa una positiva renuencia a utilizar incluso los medios que realmente se poseen. Si esto se debe al antibelicismo resultante de la vacuna contra la violencia organizada que supusieron las devastaciones del siglo XX, pues hasta entonces Europa nada tenía de pacifista, es debatible, pero es claro que para llevar a cabo una acción militar, Europa hoy necesita que alguien la galvanice, y eso sólo puede ocurrir en el seno de la OTAN. No es razonable esperar que la UE adopte por su cuenta las mismas medidas militares a las que se resiste tenazmente cuando se proponen en el seno de la OTAN, generalmente por EE UU. Como demostración, la Unión en su aún nonata Constitución acepta que, al menos para algunos Estados miembros, la defensa común está suficientemente servida con el Tratado del Atlántico Norte.
Podemos concluir que la sucesión de la OTAN por la UE dista de ser algo alcanzable al menos a medio plazo. Si en un futuro, aún lejano, la UE consiguiera algunas de esas cotas de supranacionalidad a las que aspira, podría traer consigo el abandono del principio del consenso en beneficio de la más ágil votación mayoritaria, con lo que algunos de los problemas generados por la ampliación, que también hace cada vez menos coherente a la Unión, podrían resolverse. Por otro lado, la supranacionalidad seguramente obligaría a articular distintos niveles de pertenencia, lo que aumentaría ese déficit de coherencia. En todo caso, estas formidables transformaciones de la UE, con sus pros y sus contras, no parece vayan a ocurrir muy pronto.
La OSCE es a veces citada como la que podría aportar esas otras dimensiones de las que la OTAN carece. Ciertamente algunos ven en ella una especie de Organización de las Naciones Unidas regional, y tal es el papel que desempeñó en algunos periodos de la desmembración de Yugoslavia. Pero tal carácter, al mismo tiempo que le proporciona una cierta dignidad de dispensador de legitimidad, la hace inadecuada para el papel que buscamos. Asimismo, se encuentra fuertemente contestada por Rusia, que se duele de no poder controlar una organización de seguridad colectiva de la que es miembro de pleno derecho. Es innecesario añadir que ello es la demostración clara de que la organización de seguridad que necesitamos deberá estar formada exclusivamente por naciones democráticas –sin extravagantes adjetivos como el de “soberana” que adorna a la peculiar democracia rusa– que compartan intereses y estilos de sociedad. Bastante difícil es ya armonizar las decisiones en foros con esas garantías, como la OTAN y la UE, como para intentar acciones comunes en el campo de la seguridad colectiva con participantes tan dispares como los que integran la OSCE.
La otra posibilidad de reemplazar a la OTAN sería una “unión de las democracias” hoy inexistente, compuesta básicamente por los actuales aliados más otras naciones de sólidas credenciales democráticas, como Australia, Brasil, Israel, Japón, Nueva Zelanda, etcétera. Si tal organización debe ser ex novo o generada mediante una expansión adicional de la Alianza serían alternativas a debatir. El argumento tiene el mérito indudable de que alguno de los citados, y alguno más no citado, serían netos contribuyentes de seguridad, así demostrado por sus contribuciones a la ISAF por ejemplo (aunque el caso de Israel, constantemente incluido en las listas de este debate, es francamente dudoso en cuanto a la seguridad que podría contribuir; la prueba indirecta pero convincente es que no puede enviar fuerzas a Afganistán u otro teatro, no por que no las tenga o no estén bien dotadas y adiestradas, bien al contrario, sino porque las necesita todas para sus propios y acuciantes fines nacionales; en definitiva, está lejos de poder ser un contribuyente neto de seguridad).
Curiosamente ese deseo de expandir el vínculo transatlántico (Norte) hasta el Atlántico Sur y el Pacífico es más citado en círculos políticos y académicos europeos o americanos que en las propias naciones aludidas que, a diferencia de los antiguos miembros de la URSS o del Pacto de Varsovia, no han hecho ninguna manifestación de desear unirse al club, por lo que la viabilidad del proyecto no parece asegurada. En todo caso, se trataría de un instrumento nuevo que, solventando los problemas de la inoperancia de una ONU debilitada por el enorme número y diversidad ideológica de sus miembros, pudiera dar a las operaciones de paz de la comunidad euroatlántica la legitimidad que, a menudo inútilmente, se busca en la ONU y su Consejo de Seguridad. Pero ese papel, sin duda importante, sólo sería posible si esa organización fuera independiente, no el resultado de un crecimiento de la OTAN o su reemplazo.
Una estrategia para el siglo XXI
Así pues, no parece fácil encontrar un sustituto a la Alianza. Lo previsible es que en el próximo futuro aparezcan nuevas o viejas crisis que requieran acción de las democracias occidentales, y el mejor instrumento para contender con ellas es todavía la OTAN. Su estructura de mando permanente, su experiencia acumulada, y la pertenencia de EE UU con su inmenso potencial militar, económico y diplomático, ponen a la Alianza muy por delante de su distante competidor, la UE, para resolver crisis de cierta entidad, y otras organizaciones hipotéticas son incluso menos viables.
Si, por tanto, la herramienta es indispensable, y la necesidad de usarla recurrente, no queda otra opción sino adaptarla, templarla y afilarla para las nuevas tareas. El ambiente estratégico y ella misma han cambiado tan radicalmente, tanto geográfica como políticamente, que los antiguos textos y tradicionales doctrinas no sirven para los problemas de hoy. Si como parece no resulta posible revisar el Tratado de Washington, es preciso lanzar lo antes posible el estudio de un nuevo Concepto Estratégico que, partiendo de la Declaración sobre la Seguridad de la Alianza que se está redactando, describa los nuevos riesgos y amenazas, y extrayendo las adecuadas conclusiones promulgue las nuevas misiones y consiguientes estructuras. En una palabra: que adapte la OTAN al ambiente estratégico del siglo XXI.
Notas:
[1] Este artículo fue publicado originalmente en la revista Política Exterior, número 128.
[2] De las 25 naciones aliadas con fuerzas armadas, sólo seis superan esa cifra acordada. España gasta aproximadamente el 1,2 por cien, superando solamente a Bélgica, Hungría y Luxemburgo.
[3] Uno de los proyectos más acariciados en la UE es la creación de un servicio exterior, que se habrá de materializar cuando entre en vigor el Tratado de Lisboa. Éste será el primer medio de acción de la UE, si no supranacional, al menos no estrictamente nacional. La OTAN, además de la estructura de mando, tiene colectivamente los aviones Awacs, la red de centros de mando de operaciones aéreas (CAOCs), y en el próximo futuro el Alliance Ground Surveillance.
[4] La OTAN también está tratando de incorporar estas ideas en su acervo doctrinal, bajo los nombres de Comprehensive Approach y Effects Based Approach to Operations (EBAO).
[5] La operación naval Atalanta también sucede a una operación OTAN, la Allied Provider, pero no se puede decir que el problema original haya quedado resuelto antes de la entrada de la UE. Ni siquiera la UE parece aspirar a resolverlo, pues en lugar de un end state de la operación ha promulgado meramente una end date (12 de diciembre de 2009).
[6] Un ejemplo frecuente y justamente citado es el de que las naciones europeas de la OTAN poseen entre todas unos 1.400 helicópteros militares, y sin embargo no han sido capaces estos últimos años de desplegar en Afganistán más allá de unas dos docenas al tiempo.