Félix Arteaga
Las grandes cumbres de la OTAN tienen una liturgia que se repite inexorablemente en cada convocatoria, aunque siempre se piensa que en la próxima puede pasar algo diferente que hará de ella una cumbre histórica. En otras ocasiones los participantes hubieran tenido más tiempo para dedicar al fondo de las cuestiones, pero esta vez tienen que prestar atención a la presentación del presidente Barack Obama en la OTAN, a la reintegración de Francia y a la escenificación de la reconciliación franco-alemana, compartiendo Estrasburgo y Kehl la sede del acto. No parece, pues, que esta cumbre sea propicia para abordar en profundidad algunos problemas estructurales que afectan a la credibilidad y cohesión de la comunidad política y de la organización militar. Cuestiones como las de Afganistán, las relaciones con Rusia, la ampliación o la actualización del concepto estratégico parecen prioritarias y llenarán la agenda de la cumbre, pero si se quiere resolver esas y otras cuestiones los aliados deberán comenzar cuanto antes a revisar los fundamentos básicos de su relación.
El antiguo secretario estadounidense de Defensa, Donald Rumsfeld, ha sido el portavoz más notorio de las críticas a los fundamentos de una organización como la OTAN en la que no creía porque las divergencias internas le impedían tomar decisiones en situaciones críticas, tal y como quedó en evidencia con la forma en que llevó la guerra por comités en Kosovo. También criticó la carencia de capacidades militares adecuadas entre los aliados, por lo que nunca se le pasó por la cabeza pedir su ayuda en Afganistán y prefirió dirigir la campaña contra los talibán desde Tampa en lugar de hacerlo desde Bruselas. Finalmente, no creía en la utilidad de un modelo de organización que no facilitaba su adaptación a la realidad y mantenía que era la misión la que determinaba la coalición, en lugar de lo contrario. Eran críticas de un tiempo en el que algunos responsables estadounidenses de la defensa mantenían una actitud prepotente porque creían saber mejor que los demás aliados qué estrategia se debía seguir y, además, preferían actuar y decidir solos en lugar de mal acompañados. Ahora que el tiempo les ha desautorizado y que una nueva Administración ha recuperado las formas, convendría retomar el fondo de aquellas críticas a la OTAN porque coinciden sustancialmente con las que señalan muchos expertos de uno y otro lado del Atlántico.
Primer fundamento: la función precede al órgano
La lectura del Tratado de Washington sirve para aclarar cuál es el objetivo de la Alianza Atlántica: defender colectivamente los valores, libertades y bienestar de los Estados Partes frente a un ataque armado. Sesenta años después, los Estados miembros no pueden sino seguir interesados en preservar los mismos valores, su integridad e independencia y bienestar, que muchos de los nuevos miembros disfrutan gracias a la OTAN, como hicieron los antiguos miembros. Sin embargo, los aliados se han ido distanciando en cuanto a la percepción de los riesgos y la respuesta a darles se refiere. Sus culturas estratégicas varían respecto al uso de la fuerza en un abanico que oscila desde su empleo fácil e inmediato frente a cualquier riesgo o situación hasta la renuencia a combatir para conseguir los fines aliados. Esos fantasmas nacionales sobre el uso, por exceso o por defecto, de la fuerza afectan a la eficacia de una alianza militar en situaciones como la de Afganistán donde unos aliados combaten decididamente contra la insurgencia mientras que otros eluden hacerlo amparados en las trincheras de las restricciones (caveats) de empleo de sus contingentes.
La polémica sobre si la OTAN debe ocuparse en el futuro de funciones de defensa o de seguridad resulta bastante estéril porque su ventaja comparativa está en la habilidad para emplear la fuerza y para la gestión militar de crisis, independientemente de que sea para unas u otras misiones del espectro asignado. Los Estados miembros se han asociado a la OTAN para usar colectivamente la fuerza cuando sea necesario. Durante la Guerra Fría lo hicieron eficazmente y, mediante la disuasión, impidieron el enfrentamiento entre los bloques y en la posguerra fría aprendieron a usar la fuerza para proteger a las poblaciones bosnia y kosovar. Guste o no, la dimensión militar constituye la esencia misma de la organización y es en esa dimensión donde la OTAN dispone de ventaja comparativa sobre cualquier otra organización o coalición internacional, que no pueden ofrecer una garantía similar.
Mientras haya necesidad de defenderse o de prevenir una agresión armada, la OTAN aportar el instrumento militar de respuesta adecuado. Para ello, la OTAN dispone de una estructura militar con dos Mandos Estratégicos: el de Operaciones (Allied Command Operations, ACO), con sede en Mons (Bélgica), y el de Transformación (Allied Command Transformation, ACT), en Norfolk (EEUU), para ocuparse, respectivamente, de la forma en la que se usará la fuerza en la actualidad y de la forma en la que se usará en el futuro y cómo desarrollar las capacidades para hacerlo. La OTAN sigue aportando a los Estados miembros economías de escala en términos de planeamiento, doctrina, estandarización y procedimientos militares que benefician no sólo a sus miembros de pleno derecho sino a todos los demás (18) con los que colabora en la Asociación para la Paz y a terceros países y organizaciones, desde Japón y Australia a las Naciones Unidas, que desean colaborar con la OTAN aprovechándose de su acervo militar.
Por tanto, la función primaria de la OTAN sigue siendo la de preparar a los aliados para el uso de la fuerza, una necesidad que afortunadamente se ha ido restringiendo en las relaciones internacionales pero que, periódicamente, reaparece poniendo a los aliados frente a decisiones difíciles. Aunque se multiplican las demandas para que la Alianza se ocupe de todos los riesgos que surgen cada día, desde la energía a la piratería, la Alianza no tiene experiencia ni capacidad para gestionar crisis que no son de naturaleza militar y su gestión debería encargarse a otras organizaciones o coaliciones capaces de gestionar esos riesgos no militares de una forma más integral. La OTAN podrá contribuir en los aspectos militares pero no puede reinventarse a medida de las crisis que llaman a su puerta. Las dificultades de la OTAN para gestionar la crisis de Afganistán demuestran que los aliados se han equivocado de estrategia, porque hasta ahora se han empeñado en gestionar una crisis multidimensional con un instrumento militar especializado como la OTAN. Es posible que en la Cumbre del Aniversario se anuncie un cambio de estrategia, subordinando el protagonismo de la OTAN a una gestión más política e integral. La OTAN contribuirá a la nueva estrategia reforzando la seguridad, para lo que precisará más soldados, pero no para hacer funciones civiles sino para combatir a la insurgencia e instruir al Ejercito Nacional afgano y dar tiempo a los gestores civiles. Si fracasa la estabilización se podrá hablar de un fracaso de la OTAN y de sus Estados miembros, pero si fracasa la reconstrucción y el desarrollo en Afganistán habrá que repartir las culpas.
El fundamento organizacional: ¿Alianza, Asociación, Organización o Agencia?
En los tiempos que corren, las organizaciones internacionales de seguridad se “antropoformizan”, parecen tomar vida propia y disponer de ella más allá del margen de autonomía explícita o implícita que les asignan los Estados miembros. Por esta razón, muchos de los titulares que se dedican al 60 aniversario se interrogan por el estado y futuro de la OTAN, como si ésta dependiera de lo que ocurre en Bruselas, de su secretario general y de sus funcionarios más que de las capitales de los Estados miembros y de las opiniones públicas que sustentan a los gobiernos. La eficacia de las organizaciones multilaterales depende de la colaboración de sus miembros, pero la percepción de esa eficacia depende de la visión que se tenga de esas organizaciones. El Tratado de Washington creó una comunidad política –la Alianza Atlántica– y se dotó de una Organización para defenderla la OTAN, pero la percepción de su función ha cambiado desde entonces tanto como lo ha hecho el mundo y las sociedades en los últimos 60 años, y la pérdida de identidad lleva a preguntarse, sobre todo a las nuevas generaciones, qué es la OTAN y para qué sirve.
Los aliados no han sabido encontrar una visión común de futuro ni reforzar la identidad atlántica. Por un lado, se ha pasado de 12 miembros fundadores a 26, y no se sabe cuántos países más ingresarán porque los Estados miembros mantienen una política de puertas abiertas cuyos criterios de admisión son más políticos que técnicos y más de oportunidad que de méritos. En ocasiones se deciden ampliaciones masivas: el big bang de 2004, con siete nuevos miembros, y, en ocasiones, como en la víspera del 60 aniversario, parece que se va a congelar sine die la entrada de candidatos como Georgia, que pocos meses atrás cumplían todos los requisitos técnicos para su ingreso. El problema de una ampliación decidida con esos criterios tan elásticos es que afecta a la credibilidad de la garantía colectiva que aporta el artículo 5 de defensa colectiva, porque hay que preguntarse si los aliados entrarán en combate para defender a los nuevos miembros. No hay más que fijarse en la rapidez con la que Polonia cerró su acuerdo con EEUU sobre el despliegue de misiles para reforzar sus vínculos bilaterales tras constatar la fragilidad de la respuesta colectiva durante los enfrentamientos armados de Georgia. Por otro lado, tampoco se acaba de definir el espacio de actuación de la OTAN ni los intereses de seguridad que se deben preservar. Mientras la inseguridad se desplaza por encima de las fronteras, los aliados no se ponen de acuerdo sobre cuándo y dónde emplear la capacidad militar de la organización y deben negociarlo caso por caso. Cuando los aliados han coincidido en la necesidad de luchar contra el terrorismo yihadista no han dudado en desplegarse en Afganistán, pero en la mayoría de las situaciones prevalecen las diferencias entre quienes aspiran a que la Alianza se convierta en una organización de seguridad global y los que se resisten a esa ampliación de funciones y de escenarios con carácter genérico.
Un indicador de la pérdida de tensión en la OTAN es la progresiva sustitución del término de aliado, coligado para fines comunes, en beneficio del más mercantilista y calculador de socio. La proliferación de distintos estatutos de Estados miembros, asociados o de contacto diluye la cohesión y previsibilidad de la comunidad transatlántica, convirtiéndola en una sociedad con un menor grado de identificación y compromiso colectivo. Lo que en tiempos fue una comunidad con un alto grado de cohesión interna se dirige paulatinamente hacia una asociación donde se difumina la identidad y lo que fue una organización con un alto grado de cooperación se encamina de facto hacia un régimen internacional de coordinación menos exigente y previsible. A la confusión coadyuva la multiplicación de subagrupaciones, reales o percibidas, de los miembros en categorías como europeístas y atlantistas, viejos y nuevos europeos, y productores y consumidores de seguridad. Las agrupaciones de aliados suelen ser arbitrarias y contraproducentes. Probablemente, la que menos sentido tenga es la que contrapone la UE a la OTAN en un juego de suma cero en la que todo lo que ganan los estadounidenses lo pierden los europeos y viceversa. Esa agrupación es arbitraria porque ni todos los miembros europeos de la OTAN comparten esa visión ni la OTAN se reduce a EEUU y a los miembros de la UE. Además, es perjudicial porque la capacidad militar que pierda la UE no la ganará la OTAN, sino que ambas organizaciones ganan o pierden con la mayor o menor capacidad militar de sus miembros europeos. La reintegración anunciada de Francia podría acabar con esa confrontación y permitir la complementariedad y la división de trabajo entre ambas organizaciones.
A pesar de su especialización, la OTAN se vio marginada en la gestión de la crisis de Afganistán y, pese a que los aliados activaron el artículo 5 considerando los atentados del 11-S como un ataque armado, el derrocamiento del régimen talibán se dirigió desde el Mando Central estadounidense (Central Command, CENTCOM) en Tampa (Florida) y no desde Bruselas. La Organización también se ha convertido en rehén de los intereses particulares de Turquía y Grecia y en el foro de enfrentamientos entre estadounidenses y europeístas para reprimir o potenciar una alternativa europea de defensa. Pese a todo, la Organización sigue funcionando cotidianamente con normalidad y proporcionando a los aliados y socios los servicios que se han mencionado. Cada uno se abastece de los servicios que precisa y puede interesarse o despreocuparse por los demás, por lo que el modelo organizacional se encamina hacia el de una agencia de servicios militares a la carta (toolkit box). En caso de que los Estados miembros decidieran revisar el modelo organizacional, merecería la pena sopesar la sustitución del actual, desdibujado del original de comunidad política y organización militar tras tantos retoques, por uno más flexible. El concepto plataforma, acuñado en la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), podría hacer de la OTAN una organización capaz de integrar las cambiantes participaciones y tareas, multiplicando su capacidad de adaptación.
Tercer fundamento: la eficacia depende de la capacidad
Parafraseando a Rumsfeld, no son las misiones las que determinan las coaliciones, sino las capacidades políticas, presupuestarias y militares de sus Estados miembros. En las organizaciones internacionales de seguridad resulta más fácil de contabilizar el esfuerzo de las contribuciones nacionales que el beneficio que obtienen los miembros. Siendo contribuciones entre miembros no iguales, lo equitativo es que la contribución sea proporcional a las posibilidades de cada miembro. Sin embargo, dentro de la OTAN, y a pesar de la concertación de los planeamientos, cada miembro tiene la última palabra para decidir su nivel de contribución. Objetivos como el de invertir el 2% del PNB en esfuerzo militar no se cumplen por la mayoría de los miembros de forma continuada, con lo que se distancia la capacidad y la solidaridad entre ellos. En una organización como la OTAN que planifica las capacidades necesarias para el futuro, el incumplimiento de los objetivos de capacidades compromete su eficacia y, sin las contribuciones necesarias, el multilateralismo pierde eficacia.
Desde las contribuciones más sencillas a los fondos de infraestructura a las más controvertidas de las misiones de combate en Afganistán, la eficacia de la OTAN depende de las contribuciones de los miembros. Sin embargo, la organización carece de mecanismos capaces de exigir las contribuciones esperadas: cada miembro escoge qué acuerdos cumple y cuáles no, por lo que los compromisos políticos e institucionales se atienden con normalidad, mientras que las inversiones en equipos y fuerzas de combate suelen desatenderse con la misma frecuencia. Así, no todos los Estados miembros de la OTAN han transformado sus fuerzas para hacerlas expedicionarias y sólo un 3% del total de las fuerzas armadas europeas tendrá ese carácter. Sigue faltando, entre otros, capacidad de empleo de helicópteros, aviones de transporte estratégico y unidades logísticas que le permitan proyectarse como establece su doctrina. La desigualdad se acentúa con la participación en las operaciones porque los Estados miembros deben afrontar el coste de las mismas por su cuenta, sin que exista ninguna compensación colectiva que reembolse costes comunes y, como resultado, los procesos de generación de fuerzas se estancan una y otra vez ante la falta de capacidades.
Para conciliar la solidaridad con la equidad, especialmente en tiempos de restricciones presupuestarias, sólo caben dos opciones: o se recorta el nivel de ambición de la Alianza o se cambia el sistema de redistribución. Ampliar la agenda y el espectro de intervenciones sin contar con las capacidades adecuadas sólo conduce al absentismo o al despilfarro de recursos escasos. El nuevo concepto estratégico que, seguramente, se va a encargar por esta Cumbre del Aniversario, se convertirá en papel mojado si se prodiga en asumir misiones que no cuenten con los recursos necesarios. La segunda opción, más radical, consiste en establecer criterios de contribución que preserven la solidaridad dentro de unos límites razonables y mecanismos colectivos de financiación comunes que permitan aliviar los costes comunes de las operaciones y los fijos de funcionamiento y estructuras. Pese a tratarse de una Alianza militar, la OTAN ha considerado que todas las contribuciones de los miembros, fueran de seguridad o de defensa, grandes o pequeñas, servían por igual a la Organización. Como resultado –los inventarios militares cantan–, las capacidades colectivas no progresan tanto como la sensación de agravio entre los aliados.
Cuarto fundamento: el que contribuye manda y viceversa
En materia de seguridad y defensa, y en torno a intereses esenciales donde los miembros no pueden transigir, los procedimientos de decisión tienden a estancarse. Las diferencias en la forma de evaluar los riesgos y en la forma de darles respuesta se multiplican a medida que aumenta el número de miembros y, con ello, aumenta el tiempo y las dificultades para llegar a acuerdos. Las decisiones se toman individualmente por cada miembro, primero, y luego se coordinan colectivamente dentro de la organización. Si se decide por unanimidad, la oposición de un solo miembro puede bloquear el acuerdo colectivo.
Las decisiones son procedimientos políticos y, salvo fuerza o amenaza mayor como en la Guerra Fría, será raro que los intereses de seguridad y de defensa de los Estados coincidan unánimemente. La indecisión de la organización le resta credibilidad y obliga a los interesados a buscar caminos informales más flexibles. La Administración Clinton convenció a sus aliados para flexibilizar el mecanismo de decisiones en los casos en que no estén en juego los intereses vitales el denominado no-articulo 5, es decir, la posibilidad de establecer mecanismos de colaboración más restringidos al margen de la unanimidad cuando haya miembros interesados en hacerlo. Esta apertura, que se pensó inicialmente para intervenciones europeas (Berlín plus desde 2002), debería generalizarse para otras posibles combinaciones de actores y potenciaría el modelo organizacional de plataforma. Esto exige diferenciar entre quienes quieren intervenir en una operación y quienes no lo desean en términos de decisión y de contribución. Al igual que la UE ha ido evolucionando desde la unanimidad hacia los procedimientos de autoexclusión (opting out) para evitar que quienes no desean tomar parte en una operación impidan a los demás hacerlo, la OTAN podría recurrir a este sistema para facilitar la agrupación multilateral de Estados miembros. La participación otorgaría el derecho de decisión a quienes contribuyen en una operación concreta, independientemente de la condición de miembro o no de la OTAN. Esto, por un lado, estrecharía la relación con los nuevos socios estratégicos como Japón, Australia, Nueva Zelanda y Rusia y, por otro, evitaría que quienes no desean intervenir se vean sometidos a presiones para lograr el consenso.
La concertación informal al margen de los procedimientos formales de decisión es una práctica corriente en todas las organizaciones y la OTAN debería imitar, por ejemplo, los mecanismos de cooperación reforzada y de cooperación estructurada permanente puestos en marcha por la UE para facilitar la cooperación restringida a quienes quieren y pueden contribuir. La igualdad formal ante las decisiones difícilmente puede sostenerse mientras no exista igualdad o proporcionalidad entre las contribuciones, y a medida que se reduce el número de los que quieren y pueden contribuir a los fines colectivos, aumenta el número de círculos restringidos e informales de decisión.
Conclusiones
Los aniversarios suelen ser, como los últimos días del año, ocasiones propicias para hacer balances y fijarse grandes propósitos de futuro que se olvidan tan pronto como pasan las celebraciones. La OTAN se ha consolidado como la organización militar de referencia y tiene su existencia garantizada mientras preserve su ventaja comparativa sobre las demás organizaciones y coaliciones internacionales. No obstante, la Alianza Atlántica no se ha decidido a resolver algunos problemas estructurales relacionados con el uso de la fuerza, el modelo organizacional, las capacidades necesarias y el proceso de decisiones, que ya están reduciendo su eficacia y credibilidad. En la Cumbre de su 60 aniversario, los jefes de Estado y de Gobierno pueden dejar que se sigan acumulando las contradicciones o comenzar a hacerles frente, actualizando la Alianza Atlántica y a la OTAN a la realidad de seguridad y defensa del siglo XXI. Son cuestiones difíciles de revisar, pero cada vez lo serán más y, dicho en términos de festejos, se trata de saber dónde quieren los invitados presenciar los fuegos artificiales, si dentro o fuera de la sala de reuniones.
Notas:
[1] Según datos de la Agencia Europea de Defensa, para 2007 el Reino Unido puede desplegar el 41% de sus fuerzas terrestres, los Países Bajos el 38%, España el 32%, Italia el 28% y Francia el 26% sobre una media europea del 24%. Datos accesibles en www.eda.europa.eu/defencefacts.
[2] Siguiendo con datos de la misma Agencia, los gastos de mantenimiento y operaciones suponen 16.864 millones de euros para el Reino Unido y 8.407 millones para Francia, mientras que los tres siguientes –Italia, los Países Bajos y España– están en torno a los 2.10 millones, muy lejos de los demás miembros europeos de la OTAN.
Las grandes cumbres de la OTAN tienen una liturgia que se repite inexorablemente en cada convocatoria, aunque siempre se piensa que en la próxima puede pasar algo diferente que hará de ella una cumbre histórica. En otras ocasiones los participantes hubieran tenido más tiempo para dedicar al fondo de las cuestiones, pero esta vez tienen que prestar atención a la presentación del presidente Barack Obama en la OTAN, a la reintegración de Francia y a la escenificación de la reconciliación franco-alemana, compartiendo Estrasburgo y Kehl la sede del acto. No parece, pues, que esta cumbre sea propicia para abordar en profundidad algunos problemas estructurales que afectan a la credibilidad y cohesión de la comunidad política y de la organización militar. Cuestiones como las de Afganistán, las relaciones con Rusia, la ampliación o la actualización del concepto estratégico parecen prioritarias y llenarán la agenda de la cumbre, pero si se quiere resolver esas y otras cuestiones los aliados deberán comenzar cuanto antes a revisar los fundamentos básicos de su relación.
El antiguo secretario estadounidense de Defensa, Donald Rumsfeld, ha sido el portavoz más notorio de las críticas a los fundamentos de una organización como la OTAN en la que no creía porque las divergencias internas le impedían tomar decisiones en situaciones críticas, tal y como quedó en evidencia con la forma en que llevó la guerra por comités en Kosovo. También criticó la carencia de capacidades militares adecuadas entre los aliados, por lo que nunca se le pasó por la cabeza pedir su ayuda en Afganistán y prefirió dirigir la campaña contra los talibán desde Tampa en lugar de hacerlo desde Bruselas. Finalmente, no creía en la utilidad de un modelo de organización que no facilitaba su adaptación a la realidad y mantenía que era la misión la que determinaba la coalición, en lugar de lo contrario. Eran críticas de un tiempo en el que algunos responsables estadounidenses de la defensa mantenían una actitud prepotente porque creían saber mejor que los demás aliados qué estrategia se debía seguir y, además, preferían actuar y decidir solos en lugar de mal acompañados. Ahora que el tiempo les ha desautorizado y que una nueva Administración ha recuperado las formas, convendría retomar el fondo de aquellas críticas a la OTAN porque coinciden sustancialmente con las que señalan muchos expertos de uno y otro lado del Atlántico.
Primer fundamento: la función precede al órgano
La lectura del Tratado de Washington sirve para aclarar cuál es el objetivo de la Alianza Atlántica: defender colectivamente los valores, libertades y bienestar de los Estados Partes frente a un ataque armado. Sesenta años después, los Estados miembros no pueden sino seguir interesados en preservar los mismos valores, su integridad e independencia y bienestar, que muchos de los nuevos miembros disfrutan gracias a la OTAN, como hicieron los antiguos miembros. Sin embargo, los aliados se han ido distanciando en cuanto a la percepción de los riesgos y la respuesta a darles se refiere. Sus culturas estratégicas varían respecto al uso de la fuerza en un abanico que oscila desde su empleo fácil e inmediato frente a cualquier riesgo o situación hasta la renuencia a combatir para conseguir los fines aliados. Esos fantasmas nacionales sobre el uso, por exceso o por defecto, de la fuerza afectan a la eficacia de una alianza militar en situaciones como la de Afganistán donde unos aliados combaten decididamente contra la insurgencia mientras que otros eluden hacerlo amparados en las trincheras de las restricciones (caveats) de empleo de sus contingentes.
La polémica sobre si la OTAN debe ocuparse en el futuro de funciones de defensa o de seguridad resulta bastante estéril porque su ventaja comparativa está en la habilidad para emplear la fuerza y para la gestión militar de crisis, independientemente de que sea para unas u otras misiones del espectro asignado. Los Estados miembros se han asociado a la OTAN para usar colectivamente la fuerza cuando sea necesario. Durante la Guerra Fría lo hicieron eficazmente y, mediante la disuasión, impidieron el enfrentamiento entre los bloques y en la posguerra fría aprendieron a usar la fuerza para proteger a las poblaciones bosnia y kosovar. Guste o no, la dimensión militar constituye la esencia misma de la organización y es en esa dimensión donde la OTAN dispone de ventaja comparativa sobre cualquier otra organización o coalición internacional, que no pueden ofrecer una garantía similar.
Mientras haya necesidad de defenderse o de prevenir una agresión armada, la OTAN aportar el instrumento militar de respuesta adecuado. Para ello, la OTAN dispone de una estructura militar con dos Mandos Estratégicos: el de Operaciones (Allied Command Operations, ACO), con sede en Mons (Bélgica), y el de Transformación (Allied Command Transformation, ACT), en Norfolk (EEUU), para ocuparse, respectivamente, de la forma en la que se usará la fuerza en la actualidad y de la forma en la que se usará en el futuro y cómo desarrollar las capacidades para hacerlo. La OTAN sigue aportando a los Estados miembros economías de escala en términos de planeamiento, doctrina, estandarización y procedimientos militares que benefician no sólo a sus miembros de pleno derecho sino a todos los demás (18) con los que colabora en la Asociación para la Paz y a terceros países y organizaciones, desde Japón y Australia a las Naciones Unidas, que desean colaborar con la OTAN aprovechándose de su acervo militar.
Por tanto, la función primaria de la OTAN sigue siendo la de preparar a los aliados para el uso de la fuerza, una necesidad que afortunadamente se ha ido restringiendo en las relaciones internacionales pero que, periódicamente, reaparece poniendo a los aliados frente a decisiones difíciles. Aunque se multiplican las demandas para que la Alianza se ocupe de todos los riesgos que surgen cada día, desde la energía a la piratería, la Alianza no tiene experiencia ni capacidad para gestionar crisis que no son de naturaleza militar y su gestión debería encargarse a otras organizaciones o coaliciones capaces de gestionar esos riesgos no militares de una forma más integral. La OTAN podrá contribuir en los aspectos militares pero no puede reinventarse a medida de las crisis que llaman a su puerta. Las dificultades de la OTAN para gestionar la crisis de Afganistán demuestran que los aliados se han equivocado de estrategia, porque hasta ahora se han empeñado en gestionar una crisis multidimensional con un instrumento militar especializado como la OTAN. Es posible que en la Cumbre del Aniversario se anuncie un cambio de estrategia, subordinando el protagonismo de la OTAN a una gestión más política e integral. La OTAN contribuirá a la nueva estrategia reforzando la seguridad, para lo que precisará más soldados, pero no para hacer funciones civiles sino para combatir a la insurgencia e instruir al Ejercito Nacional afgano y dar tiempo a los gestores civiles. Si fracasa la estabilización se podrá hablar de un fracaso de la OTAN y de sus Estados miembros, pero si fracasa la reconstrucción y el desarrollo en Afganistán habrá que repartir las culpas.
El fundamento organizacional: ¿Alianza, Asociación, Organización o Agencia?
En los tiempos que corren, las organizaciones internacionales de seguridad se “antropoformizan”, parecen tomar vida propia y disponer de ella más allá del margen de autonomía explícita o implícita que les asignan los Estados miembros. Por esta razón, muchos de los titulares que se dedican al 60 aniversario se interrogan por el estado y futuro de la OTAN, como si ésta dependiera de lo que ocurre en Bruselas, de su secretario general y de sus funcionarios más que de las capitales de los Estados miembros y de las opiniones públicas que sustentan a los gobiernos. La eficacia de las organizaciones multilaterales depende de la colaboración de sus miembros, pero la percepción de esa eficacia depende de la visión que se tenga de esas organizaciones. El Tratado de Washington creó una comunidad política –la Alianza Atlántica– y se dotó de una Organización para defenderla la OTAN, pero la percepción de su función ha cambiado desde entonces tanto como lo ha hecho el mundo y las sociedades en los últimos 60 años, y la pérdida de identidad lleva a preguntarse, sobre todo a las nuevas generaciones, qué es la OTAN y para qué sirve.
Los aliados no han sabido encontrar una visión común de futuro ni reforzar la identidad atlántica. Por un lado, se ha pasado de 12 miembros fundadores a 26, y no se sabe cuántos países más ingresarán porque los Estados miembros mantienen una política de puertas abiertas cuyos criterios de admisión son más políticos que técnicos y más de oportunidad que de méritos. En ocasiones se deciden ampliaciones masivas: el big bang de 2004, con siete nuevos miembros, y, en ocasiones, como en la víspera del 60 aniversario, parece que se va a congelar sine die la entrada de candidatos como Georgia, que pocos meses atrás cumplían todos los requisitos técnicos para su ingreso. El problema de una ampliación decidida con esos criterios tan elásticos es que afecta a la credibilidad de la garantía colectiva que aporta el artículo 5 de defensa colectiva, porque hay que preguntarse si los aliados entrarán en combate para defender a los nuevos miembros. No hay más que fijarse en la rapidez con la que Polonia cerró su acuerdo con EEUU sobre el despliegue de misiles para reforzar sus vínculos bilaterales tras constatar la fragilidad de la respuesta colectiva durante los enfrentamientos armados de Georgia. Por otro lado, tampoco se acaba de definir el espacio de actuación de la OTAN ni los intereses de seguridad que se deben preservar. Mientras la inseguridad se desplaza por encima de las fronteras, los aliados no se ponen de acuerdo sobre cuándo y dónde emplear la capacidad militar de la organización y deben negociarlo caso por caso. Cuando los aliados han coincidido en la necesidad de luchar contra el terrorismo yihadista no han dudado en desplegarse en Afganistán, pero en la mayoría de las situaciones prevalecen las diferencias entre quienes aspiran a que la Alianza se convierta en una organización de seguridad global y los que se resisten a esa ampliación de funciones y de escenarios con carácter genérico.
Un indicador de la pérdida de tensión en la OTAN es la progresiva sustitución del término de aliado, coligado para fines comunes, en beneficio del más mercantilista y calculador de socio. La proliferación de distintos estatutos de Estados miembros, asociados o de contacto diluye la cohesión y previsibilidad de la comunidad transatlántica, convirtiéndola en una sociedad con un menor grado de identificación y compromiso colectivo. Lo que en tiempos fue una comunidad con un alto grado de cohesión interna se dirige paulatinamente hacia una asociación donde se difumina la identidad y lo que fue una organización con un alto grado de cooperación se encamina de facto hacia un régimen internacional de coordinación menos exigente y previsible. A la confusión coadyuva la multiplicación de subagrupaciones, reales o percibidas, de los miembros en categorías como europeístas y atlantistas, viejos y nuevos europeos, y productores y consumidores de seguridad. Las agrupaciones de aliados suelen ser arbitrarias y contraproducentes. Probablemente, la que menos sentido tenga es la que contrapone la UE a la OTAN en un juego de suma cero en la que todo lo que ganan los estadounidenses lo pierden los europeos y viceversa. Esa agrupación es arbitraria porque ni todos los miembros europeos de la OTAN comparten esa visión ni la OTAN se reduce a EEUU y a los miembros de la UE. Además, es perjudicial porque la capacidad militar que pierda la UE no la ganará la OTAN, sino que ambas organizaciones ganan o pierden con la mayor o menor capacidad militar de sus miembros europeos. La reintegración anunciada de Francia podría acabar con esa confrontación y permitir la complementariedad y la división de trabajo entre ambas organizaciones.
A pesar de su especialización, la OTAN se vio marginada en la gestión de la crisis de Afganistán y, pese a que los aliados activaron el artículo 5 considerando los atentados del 11-S como un ataque armado, el derrocamiento del régimen talibán se dirigió desde el Mando Central estadounidense (Central Command, CENTCOM) en Tampa (Florida) y no desde Bruselas. La Organización también se ha convertido en rehén de los intereses particulares de Turquía y Grecia y en el foro de enfrentamientos entre estadounidenses y europeístas para reprimir o potenciar una alternativa europea de defensa. Pese a todo, la Organización sigue funcionando cotidianamente con normalidad y proporcionando a los aliados y socios los servicios que se han mencionado. Cada uno se abastece de los servicios que precisa y puede interesarse o despreocuparse por los demás, por lo que el modelo organizacional se encamina hacia el de una agencia de servicios militares a la carta (toolkit box). En caso de que los Estados miembros decidieran revisar el modelo organizacional, merecería la pena sopesar la sustitución del actual, desdibujado del original de comunidad política y organización militar tras tantos retoques, por uno más flexible. El concepto plataforma, acuñado en la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), podría hacer de la OTAN una organización capaz de integrar las cambiantes participaciones y tareas, multiplicando su capacidad de adaptación.
Tercer fundamento: la eficacia depende de la capacidad
Parafraseando a Rumsfeld, no son las misiones las que determinan las coaliciones, sino las capacidades políticas, presupuestarias y militares de sus Estados miembros. En las organizaciones internacionales de seguridad resulta más fácil de contabilizar el esfuerzo de las contribuciones nacionales que el beneficio que obtienen los miembros. Siendo contribuciones entre miembros no iguales, lo equitativo es que la contribución sea proporcional a las posibilidades de cada miembro. Sin embargo, dentro de la OTAN, y a pesar de la concertación de los planeamientos, cada miembro tiene la última palabra para decidir su nivel de contribución. Objetivos como el de invertir el 2% del PNB en esfuerzo militar no se cumplen por la mayoría de los miembros de forma continuada, con lo que se distancia la capacidad y la solidaridad entre ellos. En una organización como la OTAN que planifica las capacidades necesarias para el futuro, el incumplimiento de los objetivos de capacidades compromete su eficacia y, sin las contribuciones necesarias, el multilateralismo pierde eficacia.
Desde las contribuciones más sencillas a los fondos de infraestructura a las más controvertidas de las misiones de combate en Afganistán, la eficacia de la OTAN depende de las contribuciones de los miembros. Sin embargo, la organización carece de mecanismos capaces de exigir las contribuciones esperadas: cada miembro escoge qué acuerdos cumple y cuáles no, por lo que los compromisos políticos e institucionales se atienden con normalidad, mientras que las inversiones en equipos y fuerzas de combate suelen desatenderse con la misma frecuencia. Así, no todos los Estados miembros de la OTAN han transformado sus fuerzas para hacerlas expedicionarias y sólo un 3% del total de las fuerzas armadas europeas tendrá ese carácter. Sigue faltando, entre otros, capacidad de empleo de helicópteros, aviones de transporte estratégico y unidades logísticas que le permitan proyectarse como establece su doctrina. La desigualdad se acentúa con la participación en las operaciones porque los Estados miembros deben afrontar el coste de las mismas por su cuenta, sin que exista ninguna compensación colectiva que reembolse costes comunes y, como resultado, los procesos de generación de fuerzas se estancan una y otra vez ante la falta de capacidades.
Para conciliar la solidaridad con la equidad, especialmente en tiempos de restricciones presupuestarias, sólo caben dos opciones: o se recorta el nivel de ambición de la Alianza o se cambia el sistema de redistribución. Ampliar la agenda y el espectro de intervenciones sin contar con las capacidades adecuadas sólo conduce al absentismo o al despilfarro de recursos escasos. El nuevo concepto estratégico que, seguramente, se va a encargar por esta Cumbre del Aniversario, se convertirá en papel mojado si se prodiga en asumir misiones que no cuenten con los recursos necesarios. La segunda opción, más radical, consiste en establecer criterios de contribución que preserven la solidaridad dentro de unos límites razonables y mecanismos colectivos de financiación comunes que permitan aliviar los costes comunes de las operaciones y los fijos de funcionamiento y estructuras. Pese a tratarse de una Alianza militar, la OTAN ha considerado que todas las contribuciones de los miembros, fueran de seguridad o de defensa, grandes o pequeñas, servían por igual a la Organización. Como resultado –los inventarios militares cantan–, las capacidades colectivas no progresan tanto como la sensación de agravio entre los aliados.
Cuarto fundamento: el que contribuye manda y viceversa
En materia de seguridad y defensa, y en torno a intereses esenciales donde los miembros no pueden transigir, los procedimientos de decisión tienden a estancarse. Las diferencias en la forma de evaluar los riesgos y en la forma de darles respuesta se multiplican a medida que aumenta el número de miembros y, con ello, aumenta el tiempo y las dificultades para llegar a acuerdos. Las decisiones se toman individualmente por cada miembro, primero, y luego se coordinan colectivamente dentro de la organización. Si se decide por unanimidad, la oposición de un solo miembro puede bloquear el acuerdo colectivo.
Las decisiones son procedimientos políticos y, salvo fuerza o amenaza mayor como en la Guerra Fría, será raro que los intereses de seguridad y de defensa de los Estados coincidan unánimemente. La indecisión de la organización le resta credibilidad y obliga a los interesados a buscar caminos informales más flexibles. La Administración Clinton convenció a sus aliados para flexibilizar el mecanismo de decisiones en los casos en que no estén en juego los intereses vitales el denominado no-articulo 5, es decir, la posibilidad de establecer mecanismos de colaboración más restringidos al margen de la unanimidad cuando haya miembros interesados en hacerlo. Esta apertura, que se pensó inicialmente para intervenciones europeas (Berlín plus desde 2002), debería generalizarse para otras posibles combinaciones de actores y potenciaría el modelo organizacional de plataforma. Esto exige diferenciar entre quienes quieren intervenir en una operación y quienes no lo desean en términos de decisión y de contribución. Al igual que la UE ha ido evolucionando desde la unanimidad hacia los procedimientos de autoexclusión (opting out) para evitar que quienes no desean tomar parte en una operación impidan a los demás hacerlo, la OTAN podría recurrir a este sistema para facilitar la agrupación multilateral de Estados miembros. La participación otorgaría el derecho de decisión a quienes contribuyen en una operación concreta, independientemente de la condición de miembro o no de la OTAN. Esto, por un lado, estrecharía la relación con los nuevos socios estratégicos como Japón, Australia, Nueva Zelanda y Rusia y, por otro, evitaría que quienes no desean intervenir se vean sometidos a presiones para lograr el consenso.
La concertación informal al margen de los procedimientos formales de decisión es una práctica corriente en todas las organizaciones y la OTAN debería imitar, por ejemplo, los mecanismos de cooperación reforzada y de cooperación estructurada permanente puestos en marcha por la UE para facilitar la cooperación restringida a quienes quieren y pueden contribuir. La igualdad formal ante las decisiones difícilmente puede sostenerse mientras no exista igualdad o proporcionalidad entre las contribuciones, y a medida que se reduce el número de los que quieren y pueden contribuir a los fines colectivos, aumenta el número de círculos restringidos e informales de decisión.
Conclusiones
Los aniversarios suelen ser, como los últimos días del año, ocasiones propicias para hacer balances y fijarse grandes propósitos de futuro que se olvidan tan pronto como pasan las celebraciones. La OTAN se ha consolidado como la organización militar de referencia y tiene su existencia garantizada mientras preserve su ventaja comparativa sobre las demás organizaciones y coaliciones internacionales. No obstante, la Alianza Atlántica no se ha decidido a resolver algunos problemas estructurales relacionados con el uso de la fuerza, el modelo organizacional, las capacidades necesarias y el proceso de decisiones, que ya están reduciendo su eficacia y credibilidad. En la Cumbre de su 60 aniversario, los jefes de Estado y de Gobierno pueden dejar que se sigan acumulando las contradicciones o comenzar a hacerles frente, actualizando la Alianza Atlántica y a la OTAN a la realidad de seguridad y defensa del siglo XXI. Son cuestiones difíciles de revisar, pero cada vez lo serán más y, dicho en términos de festejos, se trata de saber dónde quieren los invitados presenciar los fuegos artificiales, si dentro o fuera de la sala de reuniones.
Notas:
[1] Según datos de la Agencia Europea de Defensa, para 2007 el Reino Unido puede desplegar el 41% de sus fuerzas terrestres, los Países Bajos el 38%, España el 32%, Italia el 28% y Francia el 26% sobre una media europea del 24%. Datos accesibles en www.eda.europa.eu/defencefacts.
[2] Siguiendo con datos de la misma Agencia, los gastos de mantenimiento y operaciones suponen 16.864 millones de euros para el Reino Unido y 8.407 millones para Francia, mientras que los tres siguientes –Italia, los Países Bajos y España– están en torno a los 2.10 millones, muy lejos de los demás miembros europeos de la OTAN.