J. Enrique de Ayala
El 4 de abril de 1949 dos naciones norteamericanas y 10 europeas firmaron el Tratado de Washington que dio origen a lo que se conoce desde entonces como la Alianza Atlántica. El tratado de Washington implicó a EEUU y Canadá en la defensa de Europa Occidental ante el peligro del expansionismo soviético en el este y centro del continente, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, que culminó con el golpe de Estado de Praga de febrero de 1948 y el bloqueo de Berlín en junio del mismo año. El tratado fue una trasposición y, sobre todo, una ampliación del Tratado de Bruselas, firmado en marzo de 1948 por cinco países europeos y cuyo artículo 4 se convirtió en el 5 del nuevo tratado para constituir un compromiso de defensa mutua entre las partes ante cualquier agresión en su territorio.
En el aspecto organizativo, el Tratado de Washington sólo contemplaba la creación de un Consejo, no permanente, que podía crear órganos subsidiarios y en particular un Comité de Defensa (que actualmente no existe), encargado de proponer medidas para su aplicación (art. 9). La estructura política y militar que conocemos como Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) no estaba contemplada, por tanto, en el tratado y fue creándose posteriormente por acuerdo entre los aliados. Aunque su constitución fue progresiva, podríamos señalar como fecha de nacimiento de la OTAN un período que va desde el año 1951, cuando se activó el Mando Supremo Aliado en Europa (SACEUR), cuyo desarrollo daría lugar a la estructura militar integrada, hasta el año 1952, en el transcurso del cual se constituyó el Consejo del Atlántico Norte como órgano permanente y se nombró el primer secretario general.
La entrada de la República Federal de Alemania en la OTAN y la creación del Pacto de Varsovia en mayo de 1955 completaron el escenario de la Guerra Fría que proyectó sobre Europa el mundo bipolar surgido de la Segunda Guerra Mundial. Con la creación de la Alianza Atlántica, EEUU obtuvo la garantía de una defensa adelantada, alejada de su territorio, ante una posible agresión de su rival estratégico a cambio de proteger las naciones industrializadas de Europa Occidental, que eran muy importantes para su economía y su comercio. Los países europeos accedieron a una protección militar, en especial a un paraguas nuclear, sin la cual era imposible defenderse de la Unión Soviética, ahorrándose unos recursos indispensables para su reconstrucción económica que se apoyó, además, con éxito desde Washington a través del Plan Marshall.
La simbiosis funcionó muy bien durante la Guerra Fría y la OTAN fue adaptando sus estrategias y estructuras con éxito para mantener el statu quo en Europa de acuerdo con los cambios de la situación, a pesar de ciertas diferencias ocasionales entre sus miembros, como la que produjo la implementación de la “respuesta flexible” a principios de los años 60, que resultaría inaceptable para Francia y sería una de las razones de la salida de este país de la estructura militar integrada en 1966. Pero con la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, y con la reunificación de Alemania en octubre de 1990 comenzó un cambio vertiginoso en el escenario europeo que se completaría con la disolución del Pacto de Varsovia en julio de 1991 y la desaparición de la Unión Soviética en diciembre del mismo año. La OTAN reaccionó rápidamente ante estos cambios, asumiendo nuevas misiones fuera de área.
La ampliación de la OTAN y las relaciones con Rusia
En marzo de 1999 se produjo la primera ampliación de la OTAN, ingresando la República Checa, Hungría y Polonia en el momento de mayor debilidad política, económica y militar de la Federación Rusa. Las relaciones entre Rusia y la Alianza, establecidas en 1997 pero enfriadas en 1999 por la crisis de Kosovo, se relanzaron en mayo de 2002 con la creación del Consejo OTAN-Rusia, que institucionalizó las consultas y la cooperación hasta el punto de convertir a la Federación Rusa en un casi-miembro de la OTAN. La buena relación no impidió que en los años siguientes, siendo ya presidente George W. Bush, Moscú considerara algunas decisiones de la OTAN y de Washington como lesivas para sus intereses. En marzo de 2004, Rusia vio con recelo la segunda gran ampliación, que incluyó Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia,Lituania y , porque llevó a la OTAN a sus fronteras y puso bajo su control a las importantes minorías rusas de los países bálticos. La ampliación llegó, además, en un momento en el que Rusia estaba recuperando, bajo la presidencia de Vladimir Putin, buena parte de su estabilidad política y económica, y empezaba a reclamar un papel importante en la escena internacional, especialmente el respeto a su seguridad próxima.
Las relaciones se deterioraron sensiblemente cuando, en febrero de 2007, Polonia y la República Checa anunciaron que aceptarían la instalación en su territorio de elementos del sistema de defensa antimisiles balísticos, calificada de hostil por Moscú, negociada de forma bilateral con los países afectados y aceptada por la OTAN en la cumbre de Bucarest, en abril de 2008. La situación empeoró en febrero de 2008 cuando Kosovo declaró unilateralmente su independencia con el apoyo de la mayoría de los miembros de la OTAN salvo Eslovaquia, España, Grecia y Rumania, a pesar de la oposición frontal de Rusia, y cuando dos meses después los Estados miembros de la OTAN declararon que Ucrania y Georgia serían un día miembros de la OTAN, a pesar de las reticencias de varios países europeos, aunque sin fecha fija para el ingreso. Moscú se sintió ignorada ante estas decisiones que le afectaban y para las que no había sido consultada y aprovechó la ocasión que le brindó la intervención georgiana en la región separatista de Osetia del Sur en agosto de 2008 para dar un sonado golpe que mostrara su desagrado. La violenta reacción del ejército ruso, y la posterior ocupación de parte de Georgia, así como el reconocimiento por Moscú de la independencia de Osetia del Sur y Abjazia, hicieron renacer por unos días el fantasma de la Guerra Fría.
Tras congelar sus relaciones con Rusia, excepto en lo que se refiere al apoyo a la operación en Afganistán, la OTAN ha ido recomponiendo esas relaciones hasta anunciar la secretaria de Estado Hillary Clinton en marzo de 2009 “un nuevo comienzo” que incluirá la reactivación del Consejo OTAN-Rusia. La decisión es sabia porque no se puede dejar que Moscú se aísle y se enroque en una actitud hostil hacia la OTAN y la UE. Los europeos no podemos permitirnos tener malas relaciones con Rusia, no sólo por nuestra dependencia energética y porque Rusia es el tercer socio comercial de la UE, sino porque es un actor fundamental en la seguridad europea y en la seguridad global cuyo apoyo puede ser muy valioso, particularmente en la lucha contra el terrorismo (Afganistán) y contra la proliferación (Irán). Esto no quiere decir que se pueda aceptar que Moscú mantenga en Europa “áreas de influencia” o pueda vetar la entrada en la OTAN de ningún Estado soberano, pero sí que es necesario discutir con ella los asuntos por los que se pueda ver afectada, corresponsabilizándola de la seguridad común y atrayéndola a una cooperación cada vez más estrecha con los países occidentales. El sueño de un espacio de seguridad único desde Vancouver a Vladivostok puede y debe hacerse realidad, sin perjuicio de la relación especial que Europa mantiene con EEUU y Canadá.
Las operaciones de la OTAN. Los Balcanes y Afganistán
El éxito de la Alianza Atlántica durante la Guerra Fría fue precisamente no tener que emplear la fuerza militar para conseguir sus objetivos. Las primeras intervenciones militares de la OTAN se produjeron en los Balcanes occidentales, en noviembre de 1992, para la aplicación de las medidas de embargo naval contra Serbia y Montenegro (operación Sharp Guard), y en abril de 1993 para asegurar la prohibición de vuelos sobre Bosnia-Herzegovina (operación Deny Flight). La primera operación de las fuerzas terrestres aliadas fue llevada a cabo por la Fuerza de Acción Rápida aliada para aliviar el asedio de Sarajevo en agosto de 1995 (operación Deliberate Force). En diciembre del mismo año la OTAN comenzó su primera misión militar de gran entidad en apoyo de la implementación de los acuerdos de Dayton que pusieron fin al conflicto en Bosnia.[1]
Mucho más polémica fue la intervención de la OTAN en el conflicto de Kosovo. La operación Allied Force, que bombardeó desde marzo hasta junio de 1999 objetivos militares y civiles de Serbia para obligar a sus tropas a retirarse de la provincia secesionista, se llevó a cabo sin la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y en contra de la Carta de esta organización, ya que no había mediado agresión por parte del país balcánico contra ninguno de aquéllos que le atacaron, sino contra una parte de su propia nación. La Alianza daba con esta acción un salto cualitativo muy importante, arrogándose el derecho a decidir unilateralmente, sin el respaldo de Naciones Unidas y fuera de su territorio, cuándo está permitida la guerra para detener una catástrofe humanitaria, es decir, ejerciendo un papel de gendarme global que, por supuesto, no está previsto en el Tratado de Washington. El posterior despliegue en Kosovo de una fuerza terrestre, KFOR, sí que contó con el apoyo del Consejo de Seguridad[2] aunque su legalidad actual es dudosa ya que, después de la declaración unilateral de independencia de la provincia, se mantiene sin que haya mediado una nueva resolución del Consejo de Seguridad.
Cuando se produjeron los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en EEUU, el Consejo Atlántico declaró por primera vez en la historia de la Alianza la aplicación del Artículo 5 ante la agresión a un Estado miembro en su territorio y propuso una serie de medidas, la más importante de las cuales fue el lanzamiento de una operación de control naval antiterrorista en el Mediterráneo, que aún perdura (Active Endeavour). No obstante, la Administración Bush prefirió obviar a la OTAN y tomar sus decisiones unilateralmente, sin tener en cuenta las consecuencias que esta actitud tendría en la debilidad y desunión de la organización. La primera decisión unilateral fue lanzar una operación de ataque sobre Afganistán para expulsar a los talibán del poder, entre octubre y diciembre de 2001, al frente de una coalición ad-hoc con el Reino Unido y pequeñas aportaciones de otras naciones. La segunda decisión unilateral fue la invasión de Irak, en marzo de 2003, sin la autorización del Consejo de Seguridad, que creó una división en el seno de la OTAN de cuyas consecuencias todavía no se ha recuperado plenamente la organización (la marginación de la Alianza se resume en la frase del entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld: “la coalición no crea la misión, sino que la misión crea la coalición”).
A pesar de no haber participado en la decisión de invadir Afganistán, la OTAN se hizo cargo, en agosto de 2003, del mando de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF), constituida en diciembre de 2001 por el Consejo de Seguridad para crear un entorno de seguridad alrededor de Kabul y ayudar a la reconstrucción. Lo hizo ante la dificultad de mantener la rotación por países en el mando de la fuerza que se había empleado hasta ese momento y su misión podía considerarse de seguridad, pero en ningún caso de combate como la que tenían las fuerzas de la Operación Enduring Freedom (OEF) para perseguir y neutralizar a los terroristas que quedaban en el país. A partir de octubre de 2003 y hasta octubre de 2006, ISAF fue extendiendo su área de responsabilidad en fases sucesivas por todo el país, incluyendo las áreas del sur y el este donde los talibán eran más activos, y asumiendo efectivos y misiones de combate de la OEF, con lo que la misión de ISAF cambió y, en muchos casos, se ha producido un solapamiento entre las dos operaciones no siempre bien coordinadas.
El deterioro de la situación en Afganistán está poniendo de manifiesto la debilidad política y militar de la Alianza para llevar a cabo misiones complejas fuera de su territorio, al menos cuando no hay una convicción firme en todos los aliados sobre lo que se está haciendo, ni hay acuerdo completo en cuanto a los objetivos a conseguir en el país y en la mejor forma de conseguirlos. Esto produce reticencias en muchas capitales a la hora de atender a los requerimientos de fuerzas, así como restricciones para su empleo, que son mal entendidas por los países más comprometidos. La necesidad de una nueva estrategia más realista y alcanzable en Afganistán que busque una solución política integradora para aislar a los terroristas y persiga, como primera prioridad del esfuerzo aliado, evitar que el país vuelva a suponer una amenaza para la comunidad internacional es ampliamente compartida en la Alianza, especialmente después de que la Administración Obama se haya expresado en este sentido. No obstante, se corre el riesgo de que una vez más esa estrategia se diseñe en Washington y sea aprobada después por el Consejo Atlántico sin entusiasmo, con lo que el resto de aliados, o algunos de ellos, no se sentirán más comprometidos con el éxito de la misión de lo que están ahora.
La cumbre del 60º aniversario
La cumbre de Estrasburgo/Kehl se produce cuando la OTAN trata de recuperarse de un período en el que el unilateralismo de la Administración Bush ha debilitado su cohesión, y en el que se enfrenta a dos retos de gran importancia que van a poner a prueba su eficacia como foro político y como organización militar: la definición de una relación definitiva y estable con Rusia y el conflicto de Afganistán, sin olvidar otros escenarios aún inestables en los que la Alianza tiene importantes responsabilidades, como Kosovo.
En el caso de Kosovo, la intención es que la OTAN asuma más misiones en el ámbito de la seguridad, pero se tratará con precaución porque ninguna declaración aliada puede ser interpretada como un apoyo a la independencia mientras haya países miembros que no la reconocen. En el caso de Afganistán, no habrá reunión con los países no-OTAN que forman parte de ISAF, pero sí se emitirá una declaración separada sobre este escenario, aunque tampoco se esperan grandes novedades. La cumbre estará en cierto modo mediatizada por la reunión promovida por Naciones Unidas el 31 de marzo en los Países Bajos con la asistencia de los países vecinos de Afganistán, incluido Irán, y por el cambio en la estrategia política promovido por la Administración Obama pero que no va a ser discutido en profundidad en la cumbre, la cual probablemente reiterará y ampliará los principios ya aprobados en Bucarest, con especial mención al adiestramiento de las fuerzas de seguridad afganas y al apoyo al proceso electoral.
Por lo que respecta a la ampliación, de los dos países cuyo ingreso ya había sido aprobado en Bucarest, Albania no tendrá problema para ser admitida, mientras que en el caso de Croacia dependerá de la resolución de su conflicto fronterizo con Eslovenia. En lo que se refiere a Ucrania y Georgia, la cumbre reiterará su voluntad de acogerlas algún día y les animará a resolver los problemas que aún impiden que este ingreso se haga efectivo.
La cumbre aprobará una declaración sobre la seguridad aliada que será el documento más representativo del 60º aniversario del Tratado de Washington. En ella se reiterarán los principios intemporales que han sido la base de la Alianza durante seis décadas, se reafirmará el compromiso con la defensa colectiva y con la ampliación, se propondrá un reparto de cargas más equilibrado, se subrayará la implicación aliada en el control de armas y la no proliferación, y se impulsarán las relaciones de cooperación y diálogo con Rusia.
Finalmente, los jefes de Estado y de Gobierno darán un mandato para la elaboración de un nuevo Concepto Estratégico, el tercero desde el fin de la Guerra Fría, que deberá abordar los asuntos de seguridad en sentido amplio, incluyendo nuevos riesgos como los que afectan a la seguridad energética y al cambio climático.
La relación OTAN-UE
Si hay un asunto que aún no se ha abordado adecuadamente en el proceso de transformación de la Alianza Atlántica y cuya resolución va a marcar su futuro y la propia supervivencia, es el de la relación entre la OTAN y la UE, o más precisamente cuál debe ser el papel de la UE –y cómo se debe articular la relación de EEEUU con Europa– dentro de la OTAN, en la era multipolar y global en la que nos encontramos, una vez superada la Guerra Fría.
Aunque con la llegada de Obama a la Casa Blanca esté en vías de superarse el unilateralismo de la Administración Bush, que tanto daño ha hecho a la cohesión de la Alianza, lo cierto es que EEUU ha ejercido su hegemonía con todas las Administraciones, lo que hace de los países europeos en muchas ocasiones meros comparsas de las decisiones tomadas al otro lado del Atlántico. Si Washington decide que hay que presionar a Rusia, se la presiona y se anuncia la ampliación a Ucrania y Georgia; si decide que hay que recomenzar la relación con Moscú, se recomienza; si hay que ser hostil con Irán, se es; y si en Washington se decide que se puede distender la relación e ir a un diálogo directo con Irán, se va. La estrategia en Afganistán va a ser revisada sólo cuando en Washington se ha decidido que era necesario y probablemente en los términos que su secretario de Estado o de Defensa dispongan.
No obstante, todos estos asuntos afectan tanto o más a la seguridad de Europa que a la de EEUU, cuya hegemonía ya no está justificada. Los intereses de seguridad estadounidenses y europeos fuera de la zona del Tratado de Washington pueden no coincidir exactamente, por ejemplo, en cuestiones como las relaciones con Moscú, dada la dependencia europea del gas y petróleo rusos, o en su visión de los conflictos de Oriente Medio debido a la estrecha vinculación entre Israel y EEUU, que condiciona su política en la región. Tomados individualmente, los países europeos no tienen la relevancia económica ni militar necesaria para que su punto de vista sea asumido por Washington. Sólo si actúan unidos en el seno de la alianza, Europa tendrá una voz suficientemente fuerte como para defender sus intereses. La UE tiene que tener la posibilidad de tomar sus propias decisiones, también en el campo de la seguridad y la defensa –incluida la del continente europeo– y de ponerlas en práctica sin necesidad de pedir autorizaciones o apoyos externos, aunque siga manteniendo una relación leal y un pacto de mutua defensa con EEUU, de la misma forma que este país pertenece también a la OTAN pero no depende de ella.
El desarrollo, a partir de la cumbre de Colonia de junio de 1999, de una Política Europea de Seguridad y Defensa, con objetivos limitados y claramente subsidiaria de la OTAN, fue inmediatamente integrado en el mecanismo atlántico a través de la llamada “identidad europea de defensa” que desembocó en los acuerdos Berlín plus, de marzo de 2003, según los cuales la UE puede hacer uso para sus operaciones de recursos OTAN que, no obstante, siguen estando bajo el control de esta organización. El intento de buscar una mayor autonomía llegó un mes después con la propuesta de Alemania, Bélgica, Francia y Luxemburgo de crear un Cuartel General Europeo de operaciones en Tervuren (Bélgica), que fue abortado por la oposición de EEUU y de algunos aliados europeos como el Reino Unido. Los países que se oponen arguyen que estas iniciativas debilitan la OTAN y suponen una duplicación de medios innecesaria. Pero las estructuras y los mecanismos de decisión que es necesario cambiar provienen de la Guerra Fría y perpetúan una relación desigual entre una gran potencia como EEUU y muchos pequeños países europeos, por lo que su modificación no tiene que ser necesariamente mala ni para EEUU ni para Europa, sino que, por el contrario, puede contribuir a crear una relación más sana, eficaz y duradera entre ambas partes.
La UE necesita asumir la responsabilidad de su propia defensa colectiva para poder tener una independencia política que todavía está mediatizada por la dependencia de EEUU en el campo de la defensa. Necesita también disponer de su propia estructura de mando y fuerzas para poder actuar de forma autónoma cuando así lo decida y no sólo en operaciones menores o de continuidad. Y necesita hablar con una sola voz en el seno de la Alianza Atlántica para tener el peso que le corresponde en las decisiones comunes. Todo ello debe ser compatible con el mantenimiento de una especial relación política y militar con EEUU fundada en la historia, en la comunidad de intereses y valores que une las dos orillas del Atlántico, y en el pragmatismo, porque esa relación es buena para ambas partes y también para la seguridad global. La región cubierta por la Alianza Atlántica es el origen de cerca del 60% del Producto Interior Bruto mundial y supone aproximadamente el 65% del gasto mundial en defensa (43% EEUU y 22% UE según datos del IISS). Actuando juntos, su peso es determinante en la escena mundial, y su unión constituye un factor de estabilidad y paz irreemplazable. Probablemente, el regreso de Francia a la estructura militar de la OTAN –más nominal que real porque Francia volvió al Comité Militar en 1995, a los Cuarteles Generales de la estructura militar en 2004 y participa en todas las operaciones aliadas– tiene como fin último tratar de compatibilizar el desarrollo de la Europa de la defensa con el mantenimiento del vínculo trasatlántico, desde una posición de mayor influencia.
Conclusiones
La OTAN fue durante la guerra fría un excelente instrumento para la defensa colectiva del área euro-atlántica contra una amenaza compartida y precisa. Una vez que esta amenaza común y vital ha desaparecido, los intereses entre europeos y norteamericanos no son necesariamente coincidentes en todos los casos. La relación desigual entre una gran potencia y un conjunto de países de menor peso que dependen de ella no puede mantenerse indefinidamente. El interés prioritario de EEUU se ha movido de Europa a otras áreas que Washington considera más críticas para su propia seguridad, como Oriente Medio, Asia Central y el Pacífico. Por su parte, la UE no puede pretender ser un actor global, es decir, ejercer en el mundo el papel que le corresponde por su peso económico y político, mientras su propia seguridad dependa de una potencia externa a la Unión, como EEUU, pues una dependencia militar implica siempre un cierto grado de dependencia política.
No obstante, los países de la Alianza Atlántica comparten riesgos y, sobre todo, valores, intereses y lazos económicos y comerciales que les vinculan estrechamente. La relación entre las dos orillas del Atlántico norte continúa siendo buena para la seguridad de ambas partes y también para la seguridad global. Esto no quiere decir que la relación transatlántica tenga necesariamente que expresarse de la misma forma –es decir, con las mismas estructuras políticas y militares– que en la Guerra Fría, sino que éstas deberán adaptarse a las circunstancias presentes y a las necesidades actuales de las partes. La época en la que Europa necesitaba ser protegida a cambio de quedar bajo la influencia política de EEUU ha terminado y debe ser sustituida por una relación entre iguales.
La nueva alianza debe establecerse sobre la base de que en este lado del Atlántico ya no hay un rosario de países medianos y pequeños, sino una unión política y económica, que puede y debe también ser defensiva, hablando con una sola voz y con el peso que le dan sus casi 500 millones de habitantes y cerca del 30% del PIB mundial. Naturalmente, esto implica que los Estados miembros de la UE acepten estar representados en la Alianza Atlántica de manera conjunta y, también, que estén dispuestos a asumir la responsabilidad de su defensa colectiva aunque se siga contando con el compromiso de defensa mutua con EEUU. De ser así, sería necesario modificar el Tratado de Washington para que recogiera la nueva realidad, es decir, para que se convirtiera en un tratado entre EEUU y la UE, al que por supuesto podrían asociarse el resto de los aliados actuales que no forman parte de la Unión. El nuevo texto debería recoger también la posibilidad de actuar conjuntamente fuera del área cubierta por el tratado actual y extender la defensa mutua a agresiones no puramente territoriales.
En cuanto a la organización, la UE tendría un solo asiento en el Consejo Atlántico y en el resto de órganos aliados, incluido el Comité Militar. La UE debería constituir su propia estructura de mando y de fuerzas –bajo un mando europeo único– que reportaría al Consejo, a través del Comité Militar de la UE. Esta estructura podría basarse en la actualmente existente de la OTAN en Europa, en la que más del 80% del personal y de los recursos son europeos. EEUU podría establecer su propio Cuartel General para el mando de sus fuerzas en Europa, que estaría en estrecha relación con la estructura militar integrada europea para poder coordinar sus respectivos adiestramientos y capacidades y para poder actuar juntos cuando ambas partes así lo decidan. Se trataría, pues, de sustituir el conocido lema de “fuerzas separables pero no separadas” por el de “fuerzas separadas pero reunibles”, de modo que cada parte tenga la posibilidad de actuar separadamente cuando lo considere conveniente, sin necesitar aprobaciones ni recursos ajenos, y de prestar apoyo a la otra cuando sea necesario. La UE estaría en la Alianza, pero no dependería de ella, tal y como está EEUU.
Esta transformación histórica será difícil de llevar a cabo. La cumbre del 60º aniversario puede ceder a la tentación de dejar las cosas como están y reiterar los principios fundacionales como si nada hubiera cambiado. Pero si no se aborda, con prudencia y con decisión, una reforma en profundidad, la Alianza Atlántica puede convertirse en los próximos años en un instrumento obsoleto en el que la responsabilidad de los países europeos se diluya y la paciencia de EEUU se resienta hasta el punto de convertir la acción combinada en inoperante o incluso inviable, con el consiguiente perjuicio para la seguridad común y para la estabilidad global.
Notas:
[1] La Fuerza de Implementación Militar (IFOR) de la OTAN sustituyó a la Fuerza de Protección de Naciones Unidas (UNPROFOR). A su vez, fue sustituida un año más tarde por la Fuerza de Estabilización (SFOR), también de la OTAN, antes de ceder el testigo en diciembre de 2003 a la Operación Althea de la UE.
[2] Resolución 1244. En sus considerandos reafirma el principio de la soberanía e integridad territorial de la República Federativa de Yugoslavia (hoy Serbia, tras la secesión de Montenegro).
El 4 de abril de 1949 dos naciones norteamericanas y 10 europeas firmaron el Tratado de Washington que dio origen a lo que se conoce desde entonces como la Alianza Atlántica. El tratado de Washington implicó a EEUU y Canadá en la defensa de Europa Occidental ante el peligro del expansionismo soviético en el este y centro del continente, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, que culminó con el golpe de Estado de Praga de febrero de 1948 y el bloqueo de Berlín en junio del mismo año. El tratado fue una trasposición y, sobre todo, una ampliación del Tratado de Bruselas, firmado en marzo de 1948 por cinco países europeos y cuyo artículo 4 se convirtió en el 5 del nuevo tratado para constituir un compromiso de defensa mutua entre las partes ante cualquier agresión en su territorio.
En el aspecto organizativo, el Tratado de Washington sólo contemplaba la creación de un Consejo, no permanente, que podía crear órganos subsidiarios y en particular un Comité de Defensa (que actualmente no existe), encargado de proponer medidas para su aplicación (art. 9). La estructura política y militar que conocemos como Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) no estaba contemplada, por tanto, en el tratado y fue creándose posteriormente por acuerdo entre los aliados. Aunque su constitución fue progresiva, podríamos señalar como fecha de nacimiento de la OTAN un período que va desde el año 1951, cuando se activó el Mando Supremo Aliado en Europa (SACEUR), cuyo desarrollo daría lugar a la estructura militar integrada, hasta el año 1952, en el transcurso del cual se constituyó el Consejo del Atlántico Norte como órgano permanente y se nombró el primer secretario general.
La entrada de la República Federal de Alemania en la OTAN y la creación del Pacto de Varsovia en mayo de 1955 completaron el escenario de la Guerra Fría que proyectó sobre Europa el mundo bipolar surgido de la Segunda Guerra Mundial. Con la creación de la Alianza Atlántica, EEUU obtuvo la garantía de una defensa adelantada, alejada de su territorio, ante una posible agresión de su rival estratégico a cambio de proteger las naciones industrializadas de Europa Occidental, que eran muy importantes para su economía y su comercio. Los países europeos accedieron a una protección militar, en especial a un paraguas nuclear, sin la cual era imposible defenderse de la Unión Soviética, ahorrándose unos recursos indispensables para su reconstrucción económica que se apoyó, además, con éxito desde Washington a través del Plan Marshall.
La simbiosis funcionó muy bien durante la Guerra Fría y la OTAN fue adaptando sus estrategias y estructuras con éxito para mantener el statu quo en Europa de acuerdo con los cambios de la situación, a pesar de ciertas diferencias ocasionales entre sus miembros, como la que produjo la implementación de la “respuesta flexible” a principios de los años 60, que resultaría inaceptable para Francia y sería una de las razones de la salida de este país de la estructura militar integrada en 1966. Pero con la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, y con la reunificación de Alemania en octubre de 1990 comenzó un cambio vertiginoso en el escenario europeo que se completaría con la disolución del Pacto de Varsovia en julio de 1991 y la desaparición de la Unión Soviética en diciembre del mismo año. La OTAN reaccionó rápidamente ante estos cambios, asumiendo nuevas misiones fuera de área.
La ampliación de la OTAN y las relaciones con Rusia
En marzo de 1999 se produjo la primera ampliación de la OTAN, ingresando la República Checa, Hungría y Polonia en el momento de mayor debilidad política, económica y militar de la Federación Rusa. Las relaciones entre Rusia y la Alianza, establecidas en 1997 pero enfriadas en 1999 por la crisis de Kosovo, se relanzaron en mayo de 2002 con la creación del Consejo OTAN-Rusia, que institucionalizó las consultas y la cooperación hasta el punto de convertir a la Federación Rusa en un casi-miembro de la OTAN. La buena relación no impidió que en los años siguientes, siendo ya presidente George W. Bush, Moscú considerara algunas decisiones de la OTAN y de Washington como lesivas para sus intereses. En marzo de 2004, Rusia vio con recelo la segunda gran ampliación, que incluyó Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia,Lituania y , porque llevó a la OTAN a sus fronteras y puso bajo su control a las importantes minorías rusas de los países bálticos. La ampliación llegó, además, en un momento en el que Rusia estaba recuperando, bajo la presidencia de Vladimir Putin, buena parte de su estabilidad política y económica, y empezaba a reclamar un papel importante en la escena internacional, especialmente el respeto a su seguridad próxima.
Las relaciones se deterioraron sensiblemente cuando, en febrero de 2007, Polonia y la República Checa anunciaron que aceptarían la instalación en su territorio de elementos del sistema de defensa antimisiles balísticos, calificada de hostil por Moscú, negociada de forma bilateral con los países afectados y aceptada por la OTAN en la cumbre de Bucarest, en abril de 2008. La situación empeoró en febrero de 2008 cuando Kosovo declaró unilateralmente su independencia con el apoyo de la mayoría de los miembros de la OTAN salvo Eslovaquia, España, Grecia y Rumania, a pesar de la oposición frontal de Rusia, y cuando dos meses después los Estados miembros de la OTAN declararon que Ucrania y Georgia serían un día miembros de la OTAN, a pesar de las reticencias de varios países europeos, aunque sin fecha fija para el ingreso. Moscú se sintió ignorada ante estas decisiones que le afectaban y para las que no había sido consultada y aprovechó la ocasión que le brindó la intervención georgiana en la región separatista de Osetia del Sur en agosto de 2008 para dar un sonado golpe que mostrara su desagrado. La violenta reacción del ejército ruso, y la posterior ocupación de parte de Georgia, así como el reconocimiento por Moscú de la independencia de Osetia del Sur y Abjazia, hicieron renacer por unos días el fantasma de la Guerra Fría.
Tras congelar sus relaciones con Rusia, excepto en lo que se refiere al apoyo a la operación en Afganistán, la OTAN ha ido recomponiendo esas relaciones hasta anunciar la secretaria de Estado Hillary Clinton en marzo de 2009 “un nuevo comienzo” que incluirá la reactivación del Consejo OTAN-Rusia. La decisión es sabia porque no se puede dejar que Moscú se aísle y se enroque en una actitud hostil hacia la OTAN y la UE. Los europeos no podemos permitirnos tener malas relaciones con Rusia, no sólo por nuestra dependencia energética y porque Rusia es el tercer socio comercial de la UE, sino porque es un actor fundamental en la seguridad europea y en la seguridad global cuyo apoyo puede ser muy valioso, particularmente en la lucha contra el terrorismo (Afganistán) y contra la proliferación (Irán). Esto no quiere decir que se pueda aceptar que Moscú mantenga en Europa “áreas de influencia” o pueda vetar la entrada en la OTAN de ningún Estado soberano, pero sí que es necesario discutir con ella los asuntos por los que se pueda ver afectada, corresponsabilizándola de la seguridad común y atrayéndola a una cooperación cada vez más estrecha con los países occidentales. El sueño de un espacio de seguridad único desde Vancouver a Vladivostok puede y debe hacerse realidad, sin perjuicio de la relación especial que Europa mantiene con EEUU y Canadá.
Las operaciones de la OTAN. Los Balcanes y Afganistán
El éxito de la Alianza Atlántica durante la Guerra Fría fue precisamente no tener que emplear la fuerza militar para conseguir sus objetivos. Las primeras intervenciones militares de la OTAN se produjeron en los Balcanes occidentales, en noviembre de 1992, para la aplicación de las medidas de embargo naval contra Serbia y Montenegro (operación Sharp Guard), y en abril de 1993 para asegurar la prohibición de vuelos sobre Bosnia-Herzegovina (operación Deny Flight). La primera operación de las fuerzas terrestres aliadas fue llevada a cabo por la Fuerza de Acción Rápida aliada para aliviar el asedio de Sarajevo en agosto de 1995 (operación Deliberate Force). En diciembre del mismo año la OTAN comenzó su primera misión militar de gran entidad en apoyo de la implementación de los acuerdos de Dayton que pusieron fin al conflicto en Bosnia.[1]
Mucho más polémica fue la intervención de la OTAN en el conflicto de Kosovo. La operación Allied Force, que bombardeó desde marzo hasta junio de 1999 objetivos militares y civiles de Serbia para obligar a sus tropas a retirarse de la provincia secesionista, se llevó a cabo sin la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y en contra de la Carta de esta organización, ya que no había mediado agresión por parte del país balcánico contra ninguno de aquéllos que le atacaron, sino contra una parte de su propia nación. La Alianza daba con esta acción un salto cualitativo muy importante, arrogándose el derecho a decidir unilateralmente, sin el respaldo de Naciones Unidas y fuera de su territorio, cuándo está permitida la guerra para detener una catástrofe humanitaria, es decir, ejerciendo un papel de gendarme global que, por supuesto, no está previsto en el Tratado de Washington. El posterior despliegue en Kosovo de una fuerza terrestre, KFOR, sí que contó con el apoyo del Consejo de Seguridad[2] aunque su legalidad actual es dudosa ya que, después de la declaración unilateral de independencia de la provincia, se mantiene sin que haya mediado una nueva resolución del Consejo de Seguridad.
Cuando se produjeron los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en EEUU, el Consejo Atlántico declaró por primera vez en la historia de la Alianza la aplicación del Artículo 5 ante la agresión a un Estado miembro en su territorio y propuso una serie de medidas, la más importante de las cuales fue el lanzamiento de una operación de control naval antiterrorista en el Mediterráneo, que aún perdura (Active Endeavour). No obstante, la Administración Bush prefirió obviar a la OTAN y tomar sus decisiones unilateralmente, sin tener en cuenta las consecuencias que esta actitud tendría en la debilidad y desunión de la organización. La primera decisión unilateral fue lanzar una operación de ataque sobre Afganistán para expulsar a los talibán del poder, entre octubre y diciembre de 2001, al frente de una coalición ad-hoc con el Reino Unido y pequeñas aportaciones de otras naciones. La segunda decisión unilateral fue la invasión de Irak, en marzo de 2003, sin la autorización del Consejo de Seguridad, que creó una división en el seno de la OTAN de cuyas consecuencias todavía no se ha recuperado plenamente la organización (la marginación de la Alianza se resume en la frase del entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld: “la coalición no crea la misión, sino que la misión crea la coalición”).
A pesar de no haber participado en la decisión de invadir Afganistán, la OTAN se hizo cargo, en agosto de 2003, del mando de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF), constituida en diciembre de 2001 por el Consejo de Seguridad para crear un entorno de seguridad alrededor de Kabul y ayudar a la reconstrucción. Lo hizo ante la dificultad de mantener la rotación por países en el mando de la fuerza que se había empleado hasta ese momento y su misión podía considerarse de seguridad, pero en ningún caso de combate como la que tenían las fuerzas de la Operación Enduring Freedom (OEF) para perseguir y neutralizar a los terroristas que quedaban en el país. A partir de octubre de 2003 y hasta octubre de 2006, ISAF fue extendiendo su área de responsabilidad en fases sucesivas por todo el país, incluyendo las áreas del sur y el este donde los talibán eran más activos, y asumiendo efectivos y misiones de combate de la OEF, con lo que la misión de ISAF cambió y, en muchos casos, se ha producido un solapamiento entre las dos operaciones no siempre bien coordinadas.
El deterioro de la situación en Afganistán está poniendo de manifiesto la debilidad política y militar de la Alianza para llevar a cabo misiones complejas fuera de su territorio, al menos cuando no hay una convicción firme en todos los aliados sobre lo que se está haciendo, ni hay acuerdo completo en cuanto a los objetivos a conseguir en el país y en la mejor forma de conseguirlos. Esto produce reticencias en muchas capitales a la hora de atender a los requerimientos de fuerzas, así como restricciones para su empleo, que son mal entendidas por los países más comprometidos. La necesidad de una nueva estrategia más realista y alcanzable en Afganistán que busque una solución política integradora para aislar a los terroristas y persiga, como primera prioridad del esfuerzo aliado, evitar que el país vuelva a suponer una amenaza para la comunidad internacional es ampliamente compartida en la Alianza, especialmente después de que la Administración Obama se haya expresado en este sentido. No obstante, se corre el riesgo de que una vez más esa estrategia se diseñe en Washington y sea aprobada después por el Consejo Atlántico sin entusiasmo, con lo que el resto de aliados, o algunos de ellos, no se sentirán más comprometidos con el éxito de la misión de lo que están ahora.
La cumbre del 60º aniversario
La cumbre de Estrasburgo/Kehl se produce cuando la OTAN trata de recuperarse de un período en el que el unilateralismo de la Administración Bush ha debilitado su cohesión, y en el que se enfrenta a dos retos de gran importancia que van a poner a prueba su eficacia como foro político y como organización militar: la definición de una relación definitiva y estable con Rusia y el conflicto de Afganistán, sin olvidar otros escenarios aún inestables en los que la Alianza tiene importantes responsabilidades, como Kosovo.
En el caso de Kosovo, la intención es que la OTAN asuma más misiones en el ámbito de la seguridad, pero se tratará con precaución porque ninguna declaración aliada puede ser interpretada como un apoyo a la independencia mientras haya países miembros que no la reconocen. En el caso de Afganistán, no habrá reunión con los países no-OTAN que forman parte de ISAF, pero sí se emitirá una declaración separada sobre este escenario, aunque tampoco se esperan grandes novedades. La cumbre estará en cierto modo mediatizada por la reunión promovida por Naciones Unidas el 31 de marzo en los Países Bajos con la asistencia de los países vecinos de Afganistán, incluido Irán, y por el cambio en la estrategia política promovido por la Administración Obama pero que no va a ser discutido en profundidad en la cumbre, la cual probablemente reiterará y ampliará los principios ya aprobados en Bucarest, con especial mención al adiestramiento de las fuerzas de seguridad afganas y al apoyo al proceso electoral.
Por lo que respecta a la ampliación, de los dos países cuyo ingreso ya había sido aprobado en Bucarest, Albania no tendrá problema para ser admitida, mientras que en el caso de Croacia dependerá de la resolución de su conflicto fronterizo con Eslovenia. En lo que se refiere a Ucrania y Georgia, la cumbre reiterará su voluntad de acogerlas algún día y les animará a resolver los problemas que aún impiden que este ingreso se haga efectivo.
La cumbre aprobará una declaración sobre la seguridad aliada que será el documento más representativo del 60º aniversario del Tratado de Washington. En ella se reiterarán los principios intemporales que han sido la base de la Alianza durante seis décadas, se reafirmará el compromiso con la defensa colectiva y con la ampliación, se propondrá un reparto de cargas más equilibrado, se subrayará la implicación aliada en el control de armas y la no proliferación, y se impulsarán las relaciones de cooperación y diálogo con Rusia.
Finalmente, los jefes de Estado y de Gobierno darán un mandato para la elaboración de un nuevo Concepto Estratégico, el tercero desde el fin de la Guerra Fría, que deberá abordar los asuntos de seguridad en sentido amplio, incluyendo nuevos riesgos como los que afectan a la seguridad energética y al cambio climático.
La relación OTAN-UE
Si hay un asunto que aún no se ha abordado adecuadamente en el proceso de transformación de la Alianza Atlántica y cuya resolución va a marcar su futuro y la propia supervivencia, es el de la relación entre la OTAN y la UE, o más precisamente cuál debe ser el papel de la UE –y cómo se debe articular la relación de EEEUU con Europa– dentro de la OTAN, en la era multipolar y global en la que nos encontramos, una vez superada la Guerra Fría.
Aunque con la llegada de Obama a la Casa Blanca esté en vías de superarse el unilateralismo de la Administración Bush, que tanto daño ha hecho a la cohesión de la Alianza, lo cierto es que EEUU ha ejercido su hegemonía con todas las Administraciones, lo que hace de los países europeos en muchas ocasiones meros comparsas de las decisiones tomadas al otro lado del Atlántico. Si Washington decide que hay que presionar a Rusia, se la presiona y se anuncia la ampliación a Ucrania y Georgia; si decide que hay que recomenzar la relación con Moscú, se recomienza; si hay que ser hostil con Irán, se es; y si en Washington se decide que se puede distender la relación e ir a un diálogo directo con Irán, se va. La estrategia en Afganistán va a ser revisada sólo cuando en Washington se ha decidido que era necesario y probablemente en los términos que su secretario de Estado o de Defensa dispongan.
No obstante, todos estos asuntos afectan tanto o más a la seguridad de Europa que a la de EEUU, cuya hegemonía ya no está justificada. Los intereses de seguridad estadounidenses y europeos fuera de la zona del Tratado de Washington pueden no coincidir exactamente, por ejemplo, en cuestiones como las relaciones con Moscú, dada la dependencia europea del gas y petróleo rusos, o en su visión de los conflictos de Oriente Medio debido a la estrecha vinculación entre Israel y EEUU, que condiciona su política en la región. Tomados individualmente, los países europeos no tienen la relevancia económica ni militar necesaria para que su punto de vista sea asumido por Washington. Sólo si actúan unidos en el seno de la alianza, Europa tendrá una voz suficientemente fuerte como para defender sus intereses. La UE tiene que tener la posibilidad de tomar sus propias decisiones, también en el campo de la seguridad y la defensa –incluida la del continente europeo– y de ponerlas en práctica sin necesidad de pedir autorizaciones o apoyos externos, aunque siga manteniendo una relación leal y un pacto de mutua defensa con EEUU, de la misma forma que este país pertenece también a la OTAN pero no depende de ella.
El desarrollo, a partir de la cumbre de Colonia de junio de 1999, de una Política Europea de Seguridad y Defensa, con objetivos limitados y claramente subsidiaria de la OTAN, fue inmediatamente integrado en el mecanismo atlántico a través de la llamada “identidad europea de defensa” que desembocó en los acuerdos Berlín plus, de marzo de 2003, según los cuales la UE puede hacer uso para sus operaciones de recursos OTAN que, no obstante, siguen estando bajo el control de esta organización. El intento de buscar una mayor autonomía llegó un mes después con la propuesta de Alemania, Bélgica, Francia y Luxemburgo de crear un Cuartel General Europeo de operaciones en Tervuren (Bélgica), que fue abortado por la oposición de EEUU y de algunos aliados europeos como el Reino Unido. Los países que se oponen arguyen que estas iniciativas debilitan la OTAN y suponen una duplicación de medios innecesaria. Pero las estructuras y los mecanismos de decisión que es necesario cambiar provienen de la Guerra Fría y perpetúan una relación desigual entre una gran potencia como EEUU y muchos pequeños países europeos, por lo que su modificación no tiene que ser necesariamente mala ni para EEUU ni para Europa, sino que, por el contrario, puede contribuir a crear una relación más sana, eficaz y duradera entre ambas partes.
La UE necesita asumir la responsabilidad de su propia defensa colectiva para poder tener una independencia política que todavía está mediatizada por la dependencia de EEUU en el campo de la defensa. Necesita también disponer de su propia estructura de mando y fuerzas para poder actuar de forma autónoma cuando así lo decida y no sólo en operaciones menores o de continuidad. Y necesita hablar con una sola voz en el seno de la Alianza Atlántica para tener el peso que le corresponde en las decisiones comunes. Todo ello debe ser compatible con el mantenimiento de una especial relación política y militar con EEUU fundada en la historia, en la comunidad de intereses y valores que une las dos orillas del Atlántico, y en el pragmatismo, porque esa relación es buena para ambas partes y también para la seguridad global. La región cubierta por la Alianza Atlántica es el origen de cerca del 60% del Producto Interior Bruto mundial y supone aproximadamente el 65% del gasto mundial en defensa (43% EEUU y 22% UE según datos del IISS). Actuando juntos, su peso es determinante en la escena mundial, y su unión constituye un factor de estabilidad y paz irreemplazable. Probablemente, el regreso de Francia a la estructura militar de la OTAN –más nominal que real porque Francia volvió al Comité Militar en 1995, a los Cuarteles Generales de la estructura militar en 2004 y participa en todas las operaciones aliadas– tiene como fin último tratar de compatibilizar el desarrollo de la Europa de la defensa con el mantenimiento del vínculo trasatlántico, desde una posición de mayor influencia.
Conclusiones
La OTAN fue durante la guerra fría un excelente instrumento para la defensa colectiva del área euro-atlántica contra una amenaza compartida y precisa. Una vez que esta amenaza común y vital ha desaparecido, los intereses entre europeos y norteamericanos no son necesariamente coincidentes en todos los casos. La relación desigual entre una gran potencia y un conjunto de países de menor peso que dependen de ella no puede mantenerse indefinidamente. El interés prioritario de EEUU se ha movido de Europa a otras áreas que Washington considera más críticas para su propia seguridad, como Oriente Medio, Asia Central y el Pacífico. Por su parte, la UE no puede pretender ser un actor global, es decir, ejercer en el mundo el papel que le corresponde por su peso económico y político, mientras su propia seguridad dependa de una potencia externa a la Unión, como EEUU, pues una dependencia militar implica siempre un cierto grado de dependencia política.
No obstante, los países de la Alianza Atlántica comparten riesgos y, sobre todo, valores, intereses y lazos económicos y comerciales que les vinculan estrechamente. La relación entre las dos orillas del Atlántico norte continúa siendo buena para la seguridad de ambas partes y también para la seguridad global. Esto no quiere decir que la relación transatlántica tenga necesariamente que expresarse de la misma forma –es decir, con las mismas estructuras políticas y militares– que en la Guerra Fría, sino que éstas deberán adaptarse a las circunstancias presentes y a las necesidades actuales de las partes. La época en la que Europa necesitaba ser protegida a cambio de quedar bajo la influencia política de EEUU ha terminado y debe ser sustituida por una relación entre iguales.
La nueva alianza debe establecerse sobre la base de que en este lado del Atlántico ya no hay un rosario de países medianos y pequeños, sino una unión política y económica, que puede y debe también ser defensiva, hablando con una sola voz y con el peso que le dan sus casi 500 millones de habitantes y cerca del 30% del PIB mundial. Naturalmente, esto implica que los Estados miembros de la UE acepten estar representados en la Alianza Atlántica de manera conjunta y, también, que estén dispuestos a asumir la responsabilidad de su defensa colectiva aunque se siga contando con el compromiso de defensa mutua con EEUU. De ser así, sería necesario modificar el Tratado de Washington para que recogiera la nueva realidad, es decir, para que se convirtiera en un tratado entre EEUU y la UE, al que por supuesto podrían asociarse el resto de los aliados actuales que no forman parte de la Unión. El nuevo texto debería recoger también la posibilidad de actuar conjuntamente fuera del área cubierta por el tratado actual y extender la defensa mutua a agresiones no puramente territoriales.
En cuanto a la organización, la UE tendría un solo asiento en el Consejo Atlántico y en el resto de órganos aliados, incluido el Comité Militar. La UE debería constituir su propia estructura de mando y de fuerzas –bajo un mando europeo único– que reportaría al Consejo, a través del Comité Militar de la UE. Esta estructura podría basarse en la actualmente existente de la OTAN en Europa, en la que más del 80% del personal y de los recursos son europeos. EEUU podría establecer su propio Cuartel General para el mando de sus fuerzas en Europa, que estaría en estrecha relación con la estructura militar integrada europea para poder coordinar sus respectivos adiestramientos y capacidades y para poder actuar juntos cuando ambas partes así lo decidan. Se trataría, pues, de sustituir el conocido lema de “fuerzas separables pero no separadas” por el de “fuerzas separadas pero reunibles”, de modo que cada parte tenga la posibilidad de actuar separadamente cuando lo considere conveniente, sin necesitar aprobaciones ni recursos ajenos, y de prestar apoyo a la otra cuando sea necesario. La UE estaría en la Alianza, pero no dependería de ella, tal y como está EEUU.
Esta transformación histórica será difícil de llevar a cabo. La cumbre del 60º aniversario puede ceder a la tentación de dejar las cosas como están y reiterar los principios fundacionales como si nada hubiera cambiado. Pero si no se aborda, con prudencia y con decisión, una reforma en profundidad, la Alianza Atlántica puede convertirse en los próximos años en un instrumento obsoleto en el que la responsabilidad de los países europeos se diluya y la paciencia de EEUU se resienta hasta el punto de convertir la acción combinada en inoperante o incluso inviable, con el consiguiente perjuicio para la seguridad común y para la estabilidad global.
Notas:
[1] La Fuerza de Implementación Militar (IFOR) de la OTAN sustituyó a la Fuerza de Protección de Naciones Unidas (UNPROFOR). A su vez, fue sustituida un año más tarde por la Fuerza de Estabilización (SFOR), también de la OTAN, antes de ceder el testigo en diciembre de 2003 a la Operación Althea de la UE.
[2] Resolución 1244. En sus considerandos reafirma el principio de la soberanía e integridad territorial de la República Federativa de Yugoslavia (hoy Serbia, tras la secesión de Montenegro).